Un par de zapatos negros

Se lo venía recordando, hacía ya casi un mes, el cartel torpemente rotulado que Ambrosio, el tasquero, había pegado a la pared con cuatro irregulares pedazos de cinta adhesiva, excesivamente largos -pensó Gabriel para la misión que les había sido encomendada. “Hay limonada”, pregonaba el letrero, y por el tono amarillento de la cartulina y lo torturado de sus esquinas y bordes, podía deducirse que había anunciado ya de forma implícita un montón de Semanas Santas anteriores. Intentó no pensar, circunscribiendo tozudamente su mirada al círculo marrón y cálido de su cotidiano café. Poco a poco, con el paso de los días, se hizo más difícil ignorar la cercanía de las señaladas fechas.

Fachadas y escaparates comenzaron a poblarse de pasquines anunciadores de triduos, conciertos, conferencias, exposiciones y otros actos cuya inspiración directa era la Semana Pasional. Cuando, al cruzar la plaza de San Marcelo en dirección al Recreo Industrial, descubrió a un grupo de operarios del Ayuntamiento colocando la rampa de madera que, salvando los dos escalones de acceso a la brevísima calle del Teatro, permitía cada año el discurrir de las procesiones, decidió, no sin cierto amargor, que quizá iba siendo hora de claudicar. Iba a hacer ya cinco años que su hermano Valentín, tras una breve si bien que angustiosa enfermedad, había abandonado el mundo de los vivos; fue un Viernes Santo áspero y frío, el primer Viernes Santo en más de cuarenta años en que Valentín no iba a ocupar su brazo en la Coronación.

Tampoco lo hizo Gabriel, anclado como estaba a la cabecera de su hermano agonizante. Cumpliendo con los deseos expresos del finado, éste había sido amortajado y sepultado con la severa túnica de los hermanos de Jesús, la misma que, durante casi medio siglo había empapado el sudor de Valentín en la matinal puja de los Viernes Santos.

El caso es que, desde entonces, Gabriel decidió no continuar con su brazo en la Coronación de Espinas; no sin su inseparable hermano en punta de vara.

Además, ¿de qué habían servido tantos años de dedicación, de esfuerzo, de horas hurtadas al trabajo, a la familia, en beneficio de una cofradía, de una advocación que, en las horas más amargas -pensaba Gabriel con resentimiento- les había fallado? ¿Dónde estaba el amparo de ese Cristo lacerado y doliente cuya carga habían soportado durante tantas mañanas de viernes?

Sea como fuere, en los días previos a la celebración del Viernes más aciago, y movido por un oscuro y un punto contradictorio sentimiento de culpa, se acercó a curiosear por la carpa donde los montadores procedían, como cada año, a entronizar las figuras sobre sus andas y disponer los adornos florales para la procesión.

Lo que sucedió cuando, apartando la lona de la entrada, penetró en el provisional recinto, no pudo Gabriel, por más que lo intentara agarrándose desesperadamente a su pragmatismo, atribuirlo a la casualidad, al azar o a una más o menos afortunada confluencia de circunstancias: lo cierto es que el Cristo -su Cristo-, rodeado como siempre por soldados despiadados y sayones burlones, clavaba en él su suplicante mirada, extendiendo hacia adelante sus manos atadas en mudo requerimiento de una liberación que a Gabriel se le antojaba imposible.

Detrás de la figura, un legionario cruel cernía con sarcasmo sobre la divina cabeza el infamante trenzado de espinas, pero… ¿eran los rayos del sol vespertino los que, al atravesar las traslúcidas lonas movidas por el viento ponían una suerte de temblor en las manos del esbirro? ¿Eran, tal vez, los rítmicos martillazos que un montador estaba dando en algún lugar de la parrilla los que provocaban la ilusión de tal vacilación? Por último, ¿a qué o quién achacar el hecho alarmante de que el rostro del verdugo tomase por un alucinado momento los rasgos de su propia cara?

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Gabriel se vino repentinamente abajo o, por mejor decir, despertó finalmente de su letargo de cinco años y un par de ácidas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. El del paso, que andaba por allí, se le acercó al percatarse de su presencia e, ignorando discretamente el oneroso llanto del recién llegado, le susurró: -Ya era hora , Gabriel. Si aún quieres tu brazo, aquí lo tienes.

Gabriel volvió a casa sobre las seis de la madrugada, después de reanudar su asistencia a la Ronda nocturna de la cofradía tras un quinquenio de ausencia.

La mañana de Viernes Santo comenzaba a crecer, como aquella de un lustro atrás, gélida y desabrida.

Sobre la cama intacta, exhumada del oscuro arcón con olor a naftalina, descansaba la negra túnica con el emblema morado. Como en un añejo ritual nunca olvidado, el veterano seise papón se vistió metódicamente: la blanca camisa, la corbata negra, el traje y, por último, el hábito de sarga sobre el que ciñó el cíngulo con manos expertas.

Tomó los guantes y el capillo y se dirigió a Santa Nonia.

A esas horas, los alrededores del pequeño templo eran un hervidero, un ir y venir de cofrades y devotos. Entre el enjambre de cabezas, los pasos intentaban colocarse en disposición de comenzar el cortejo. Al cabo, con destreza y sabiduría amasada a lo largo de muchas mañanas semanasanteras, los enlutados encarrilaron la procesión a lo largo del paseo de San Francisco. Recuperando su lugar,

Gabriel escuchó los golpes de la horqueta sobre el varal y se echó el paso al hombro, emprendiendo la marcha al ronco son de los tambores. Un confuso aluvión de sentimientos embargaba al viejo bracero. Hasta él llegaba el dulzón y evocador aroma del incienso, el rítmico rasear de las suelas, el suave y quejumbroso crujir de las andas… Se alegró de que el capillo que cubría su rostro evitara la trascendencia de sus emociones.

Tras transitar por las calles del Hospicio y del Escurial, la procesión desembocó en el primer punto “fuerte” de la jornada: la plaza del Grano.

Fue entonces cuando volvió a verla: allí, a pie de acera, como cada año, se encontraba Luisa, la viuda de su hermano Valentín. Lo primero que sintió fue vergüenza; ella, al contrario que él, no había renegado de su sitio, no había emprendido una huida cobarde y despechada como la suya.

El paso se detuvo para un breve descanso; entonces le vino a la memoria la entrañable escena, repetida cada año entre su hermano y Luisa cuando, llegados a este punto, Valentín procedía a descalzarse y entregaba los zapatos a su mujer, con la encomienda de custodiarlos hasta el final de la procesión, de nuevo en Santa Nonia.

Fue un impulso repentino, irrefrenable: Gabriel se agachó, se desató los cordones y, acercándose a su cuñada, le entregó su calzado. -Guárdamelos hasta Santa Nonia Luisa, le susurró.

La mujer le miró entre sorprendida y emocionada. Lenta, silenciosamente, una lágrima surcó su rostro castigado, pero comprendió y no dijo nada, limitándose a asentir con la cabeza mientras asumía el encargo.

Gabriel sintió la friura del adoquinado bajo sus pies, pero le pareció como si el paso se tornara más liviano a partir de ese momento; incluso acometió la abrupta Cuesta de las Carbajalas con renovados bríos, como descargada su conciencia de un peso negro e infinito que llevaba cinco años atormentándole.

Pies descalzos en una procesión de Semana Santa, por damas 17 podologia

El resto de la mañana representó para Gabriel una continua y emocionante reconciliación con las antañonas sensaciones de cada Viernes Santo: el solemne encuentro de la Dolorosa con San Juan en la Plaza Mayor, el bacalao del descanso en Santo Martino, el angosto discurrir del desfile pasional calle de la Rúa abajo, camino ya de la recogida en Santa Nonia…

Una vez culminada la procesión, se repartieron las flores del paso entre los braceros. Gabriel no tenía duda sobre quién iba a ser la destinataria del manojo que le había correspondido.

Instantes más tarde lo cambiaba por un par de zapatos negros.

 

Dos días más tarde, la Pascua Florida reventaba en palomas blancas y volteo alborozado de campanas en la Plaza de Regla. No muy lejos de allí, en el corazón del viejo Barrio Húmedo, Ambrosio despegaba con cuidado de la pared el anuncio del dulce bebedizo y lo guardaba en un cajón, bajo el mostrador. -Hasta el año que viene- concluyó el hostelero. Acodado en la barra,

Gabriel apuraba serenamente el último vaso de limonada.

-Esta vez sí, -repuso- hasta el año que viene.

 

Carlos García Valverde

Guía de “La Sebe” 2008