La Rebelión de Judas

-¡Que no y que no! ¡Este año, no! -aseguró Clemente el tasquero, sacudiendo enérgicamente la cabeza a diestra y siniestra.

Germán, alcalde pedáneo del lugar, abandonó por un momento la lectura de las cuartillas que tenía delante, se pasó una mano por el cogote, resopló lentamente y levantó la vista hacia el techo como requiriendo de las alturas una buena ración de la paciencia que ya empezaba a agotársele. En esos momentos, la Casa de Cultura bullía de actividad: aquí, un grupo de muchachos lustraba las espadas, los cascos emplumados y las musculadas corazas de los legionarios; allá, un par de mujerucas repasaban y planchaban las túnicas de los apóstoles; acullá, una cohorte mixta de paisanos y paisanas ensayaba sus papeles en la representación.

-Pero vamos a ver, Clemente. -repuso el regidor-, tú siempre has hecho de Judas Iscariote, ¿por qué este año no? ¡No tenemos a nadie más, coño!

-¡Porque ya estoy harto de ser el malo de la película! Ya son muchos años haciendo de traidor. ¿Por qué no puedo ser cualquier otro apóstol, o el de Arimatea, o..?

-O la Magdalena , no te fastidia. -interrumpió Germán- Tú eres el Iscariote, Clemente, todo el mundo lo sabe, y nadie lo va a hacer mejor que tú a estas alturas. Mírame a mí; tampoco hacer de Pilato es un plato de gusto, y lo mismo se puede decir de Anás, Caifás y todos los del sanedrín.

-No es lo mismo, no es lo mismo. Todos esos personajes son enemigos de Jesús de principio, pero Judas. Judas es un traidor, un miserable que abusó de la cercanía, de la confianza del Maestro para perpetrar su crimen, un indeseable.

-Venga, Clemente, no me “Judas”- argumentó el alcalde, intentando banalizar un poco la situación-; te prometo que para el año que viene buscamos a otro, pero ahora. ahora es un poco tarde ya.

Todavía duró un rato el rifirrafe dialéctico entre el pedáneo y el tasquero, antes de que el primero convenciera al segundo y pudiera reanudar el estudio de su papel de cónsul romano, que le traía por la calle de la amargura; nunca se le había dado bien memorizar, lo suyo, como buen político, era la improvisación. Clemente, a regañadientes, abandonó la casa de cultura y regresó a su bar. La verdad es que el cantinero estaba harto de que su interpretación anual del mal apóstol, en el Vía Crucis popular, trascendiera los límites temporales de la Semana Santa y acabara por empapar toda su cotidiana actividad. Cierto es que su mirar torvo, desarrollado y amaestrado durante largos años tras la barra intentando imponer respeto y freno a borrachos y alborotadores, y la profunda cicatriz de su mejilla izquierda, recuerdo de una infortunada mediación en una reyerta, le conferían un aspecto hosco y mal encarado, la apariencia que todo el mundo esperaba en un Judas, pero ya empezaban a colmar su paciencia las chanzas y chascarrillos de sus convecinos a cuenta de su sempiterno rol de traidor.

-¿Qué te debo, Clemente? -soltaba el graciosillo de turno, guiñando un ojo a sus contertulios- ¡No me lo digas, no! ¿Treinta monedas?

Y todos se partían el pecho a reír, ignorando los improperios del tasquero.

-¿En qué se parecen los jamones a Clemente? -decía otro, no menos simpático que el anterior, antes de responderse a sí mismo:

-En que todos los años los cuelgan, pero al final acaban “curándose”.

La carcajada volvía a ser general. Y así todo el año.

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Finalmente, el Viernes Santo por la tarde todos los ocasionales actores estaban listos para representar la Pasión. Clemente cumplía con su parte, aceptando las monedas del sanedrín y depositando más tarde el deleznable ósculo sobre la mejilla de Tomás el panadero, a la sazón muy metido en su papel de Mesías. Todo el mundo alababa la interpretación del cantinero, esa desazón, ese resquemor que parecía invadirle y que se dejaba traslucir en cada palabra, en cada gesto. Lo cierto es que tal pesadumbre y desasosiego no eran en absoluto fingidos, sino que revelaban el auténtico estado de ánimo de Clemente, forzado como se veía a encarnar una vez más al malhadado discípulo. Los diferentes actos se fueron desarrollando según lo previsto: Germán se trastabilló un poco con su texto, pero finalmente mandó azotar a Jesús y se lavó las manos con desenvoltura, cosa que, al ser efectuada por él con cierta frecuencia en el ejercicio de su función pública, no le representó ningún problema añadido. Tras la azotaina de rigor, propinada por Manolo el carnicero con un entusiasmo un tanto desmedido -todos en el pueblo eran sabedores de la mutua aversión que se profesaban el panadero y el matarife-, el maltrecho reo inició su recorrido con la cruz a cuestas, por las calles de la villa. Tal y como figuraba en el programa, Jesús dio con sus huesos en el suelo por vez primera frente a las Escuelas Municipales, momento en que la Ceferina saltaba a la palestra para enjugar la divina faz en cumplimiento de sus obligaciones como Verónica. Un centenar de metros más adelante, a la altura de la Casa Consistorial , el divino cautivo sufrió la segunda de las caídas, entre la barahúnda del populacho que le increpaba sin descanso.

-¡Impostoooor! -bramaban unos.

-¡Blasfemooooo! -vociferaban otros.

-¡Mastuerzoooo! -gritaban algunos más, incorporando espontáneamente vocablos autóctonos al repertorio de insultos.

El tercer tropiezo del Nazareno estaba previsto junto a la ermita, ya en los límites del pueblo. Tomás trastabilló de forma bastante convincente y volvió a caer de bruces. El centurión se dirigió entonces a la muchedumbre para recabar la ayuda del Cirineo, y ahí fue donde ocurrió lo inesperado: Clemente, que venía siguiendo el cortejo, formando parte de la plebe, se tropezó por un instante con la mirada de Cristo, aquellos ojos suplicantes bajo la corona con espinas de pega, y ya no vio la familiar cara del panadero, usualmente embadurnada de harina, sino el auténtico rostro doliente del Salvador, el lacerado semblante del Hijo de Dios. A codazos, se abrió paso entre el gentío y acabó plantándose en mitad de la escena.

-¡Quita de ahí! -gritó, propinando un brusco empellón al ocasional Simón de Cirene, que ya estaba tomando el madero, tarea que asumió de inmediato el díscolo cantinero.

-Y tú, tira “p’alante”- ordenó al sorprendido Tomás, que estaba contemplando todo desde el suelo, sin salir de su asombro.

La algarabía de los figurantes fue sustituida por un rumoroso coro de cuchicheos. El centurión miró al alcalde, encogiéndose de hombros en muda solicitud de instrucciones y éste, enarcando las cejas con resignación, le indicó por gestos que lo dejara correr, así que, tras unos instantes de duda, la comitiva reanudó su marcha con la atípica y contradictoria ayuda del Iscariote en el transporte del árbol del sacrificio. Un rato después, mientras la cruz era izada en un cotarro de las afueras, Clemente se dirigía a los representantes del sanedrín y arrojaba a sus pies la bolsa con las monedas de la delación.

No muy lejos de allí, en una loma donde las bodegas abrían sus bocas húmedas y umbrosas, el viento batía un solitario dogal de esparto que colgaba de un castaño en inútil espera de un huésped que, este año, no iba a acudir a la macabra cita.

Carlos García Valverde