(mensaje hallado a los pies de un judío ahorcado en el paraje conocido como “Campo de sangre”):
Todo ha terminado, y sólo he de culminar la villanía con mi propio fin. No soporto este martirio, elegido por mí. Qué me queda, pues…
Era tan grande, bueno, sabio… desprendía tanto amor…
Pero tan perfecto, tan violento cuando de defender la Justicia se trataba. Esa mirada, dulce tantas veces, te obligaba a apartar la vista cuando notabas cómo veía cada uno de tus pensamientos.
¿Por qué a mí? Tenía muchos entre los cuales escoger a sus seguidores. Pero me escogió junto a los otros… para después despreciarme. Para humillarme dando preferencia a Juan, a Pedro, a Santiago. ¡Incluso se atrevió a tratar con las mujeres, algunas de ellas infames prostitutas!…
¿Por qué, entonces, me escogió?
Al principio todo iba bien. Nos enseñaba cosas extrañas, que yo no entendía. Tenía que compartir los alimentos, el camastro, el camino, la amistad… con gente como Mateo, un recaudador. No debíamos despreciar a los odiados romanos. Me obligó a superar la repugnancia que me provocaban los leprosos, las mujeres públicas. Incluso llegué a tocarles. Todo por Él. Pero era el más grande, seguido por verdaderas muchedumbres. Y yo era de los privilegiados, tan cerca de su persona. Cuando llegase el momento, sería uno de los protagonistas, y compartiría una parte grande del poder que estaba ya cercano. Por lo pronto, me había nombrado tesorero, custodio del dinero destinado a los menesterosos.
Era el enviado, y como tal nos iba a liberar del yugo. Como Rey que se proclamaba, nos anunciaba que la hora era cercana. Así, mi sueño cada vez se hacía más presente, y por fin llegaría el día en que podría aplastar a quienes sojuzgaban a mi pueblo. Yo estaba presto a empuñar las armas, y el Reino sería nuestro. Pero nos mintió.
Nos mintió a todos, pero nadie supo verlo. Sólo yo sabía que era imposible. ¿Dónde estaban las armas? Se enfrentaba, en cambio, a los sacerdotes. Curaba enfermos en sábado. Nos decía tonterías de poner la otra mejilla ¡a un romano! Nos estaba engañando. Y sólo yo me daba cuenta…
Empezó a despreciarme, y notaba que la envidia empezaba a corroerme. No soportaba a Juan, siempre a su lado. La Magdalena, una mujer, hablándole como un igual. Y tantas cosas. Nunca sería el dinero para los pobres; no mientras estuviese a mi cuidado… Un fuego interior me consumía. Un odio, un desprecio por el traidor que nos embaucó con mentiras…
Sólo deseaba su muerte, su aniquilación, su total humillación, su final…
Y únicamente los sumos sacerdotes podían darme satisfacción. La entrevista fue breve: dadme una recompensa y os entrego a Jesús. Se miraban asombrados y la codicia brillaba en sus ojos. «¿Treinta monedas es precio suficiente?». En realidad, cualquier precio hubiese servido. Su destrucción total era suficiente pago para mí.
Fui a la cena, como uno más. Su sola presencia me retorcía las entrañas, haciendo imposible disimular mi odio. A su lado, una vez más, Juan, infantil e incauto. Todos crédulos ante las lecciones del farsante. Y entonces sucedió…
Me miró. Me miró con esa expresión indefinible. Entonces supe que lo sabía. Y, a continuación, predijo su fin, la traición, el suplicio… Me miró de nuevo, y con voz grave me habló: “lo que has de hacer, hazlo pronto”. De súbito comprendí y, ante la mirada atónita de los once, me fui.
Después vino lo del beso. Un gesto, en el fondo, trivial después de lo que había hecho. Aún no comprendo el porqué, pero el beso marcó de forma indeleble una señal a fuego en mi alma, ya entonces perdida. Fui plenamente consciente de la dimensión de mis actos. Y de la verdadera talla del maestro. Lo que pasó después es de sobra sabido.
Ante las evidencias, el fuego que me consumía de odio se transformó en arrepentimiento. Y comprendí que no me quedaba nada por hacer. Busqué desesperadamente, en mi interior, algo que justificase seguir viviendo. Pero sólo escuchaba la jauría que lanzaba saetas envenenadas contra Jesús, pidiendo su muerte. Presentía el sufrimiento, la Pasión, la Agonía…
Fue mi ruina. Sólo me quedaba encontrar el instrumento que pusiese fin a mi propia pasión. Una sencilla cuerda alrededor de mi cuello, en un lugar apartado, donde nadie pudiese verme. Donde nadie pudiese contemplar al más miserable de los hombres.
El procedimiento es sencillo: un extremo atado al árbol, el otro a mi cuello… y el valor para saltar. Espero que no me falte, pues mi cobardía ya no puede ser más grande.
A quien lea esta despedida, sólo decirle: me equivoqué, fui un miserable, y vendí al Maestro, el Mesías verdadero, al que descubrí demasiado tarde. Mi fin es decisión mía, y de nadie más. No busquen culpables. Yo soy quien ha perpetrado mi muerte de forma voluntaria. Ruego a Dios me perdone:
Judas, apodado el Iscariote.
Manuel Villa López