El espíritu de la Semana Santa

León, de nuevo mi León se alza solemne, sobrecogedor… Hace tiempo que ya no me hago preguntas, sólo respiro su aroma, siento sus calles y sigo esa esquila, ese clarín y ese tambor destemplado que nos convoca. Poco a poco todo se va dibujando ante mí. Sus esquinas, sus parques… y su gente. Papones enlutados surgen por doquier, con la mirada fija, paso raudo y un aura de ilusión que los envuelve. No se si todos ven lo mismo que yo o han sentido renacer León de la misma forma. O quizás sea yo el que ha renacido. El silencio de la noche leonesa se rasga con cada redoble, con cada tañido, con cada son del clarín y cada llamada al deber. Con qué gusto la recibo cada vez que viene a mí y despierta mis sentidos.

Al final de la avenida se vislumbran los pasos en la calle. La comitiva se está formando y los sentimientos hierven de emoción según se acerca el momento. Vuelvo a notar ese hormigueo en la piel, el castañeteo de los dientes, la mano confortable de aquel papón que me anima… Todo parece inmenso desde mi pequeña estatura hasta que Él aparece. Puede cambiar de trono y de túnica, puede vestir más o menos adornos, pero es su mirada la que te eleva a su altura y hace que te dejes de sentir pequeño.

Me veo con esa túnica que vistió en su día mi hermano siguiendo la fila de cruces, notando cada uno de los golpes del bombo que me hacen vibrar por dentro, sobre todo cuando nos alcanza la banda. Mi primo está en esa banda, pienso con orgullo. O estaba, puesto que el tiempo en Semana Santa sólo es cuestión de perspectiva, o de estaciones, o de recuerdos…

Voy avanzado por la fila, ya soy el primero de todos ellos. Al dobladillo de mi túnica no le queda más tela y mi cruz muestra las marcas de más de una riña infantil con mis amigos. Esta vez estoy deseando llegar al Encuentro porque me han prometido el puesto de bandera. No soy capaz de ver nada porque hay demasiada gente en la plaza pero entonces llega mi tío y me lleva de la mano hasta las primeras filas. Qué bonita está la Virgen y qué bien suena esa marcha. Siempre que pienso en Semana Santa oigo dentro de mí los sones que ahora me envuelven.

La bandera pesa un poco, pero qué contento me siento cuando me la entregan. Se que nadie puede verme porque el capillo me hace ser uno más, pero noto la mirada de León puesta en mí y no puedo defraudarle. Trato de seguir el paso marcado por la banda. No siempre puedo pero lo intento. Detrás de mí, un paso enorme se mece por el esfuerzo de sus braceros, y el pueblo lo mira embelesado. De nuevo me pregunto si todos ven lo mismo que yo. Creo que no. Incluso yo mismo me he sorprendido con percepciones distintas en función del lugar, el momento, y los años. La pasión se mezcla con la tradición, la ilusión, la pena, la esperanza…

Toque de oración. La comitiva avanza por el barrio húmedo dejando atrás la plaza con sus casas engalanadas vestidas de negro. Me encuentro entre los hermanos a los que tanto admiro por llevar el son procesional. Soy uno de ellos. No soy consciente de cuánto tiempo ha pasado. No me acuerdo de los desvelos sufridos al amparo de una partitura, ni de las tardes empleadas en coordinarme con todos ellos, ni de los sinsabores fruto del contraste de ideales. Todo ha sido eclipsado por este momento, por sentirme partícipe de algo tan grande como no hubiera podido imaginarme nunca. El eco de los sonidos devuelto por las angostas calles que desembocan en la plaza, anuncian la proximidad de la dama de las catedrales. Testigo muda y orgullosa, la pulchra leonina nos observa a todos desde sus inalcanzables torres. La gente se arrima al paso de la procesión, cobijada bajo su impresionante sombra, y admira el sobrecogedor espectáculo.

Es quizás el momento en el que más alto vuela mi espíritu. Mi música se hace una con el hálito de la gente y alcanza el vuelo de las cigüeñas, cada vez más frecuentes en esta época del año. Algo dentro de mí se rompe en ese sólo de corneta y renace con la fuerza de los tambores.

Recuerdo a mi padre hablándome de los antiguos conventos de la ciudad de León. Aquellos por los cuales las cofradías diseñaban sus itinerarios con la intención de que la clausura no fuera óbice para poder asistir a la representación de la Pasión de Cristo. Nuestra música suena más suave ahora que nos acercamos al hospital, aunque siempre creo que si fuera yo el que estuviera dentro desearía escucharla con toda su fuerza.

Nos acercamos al descanso y sonrío pensando en el desayuno, en la reunión con los amigos y la familia en ese bar de siempre, y en el orgullo que representa haber llegado hasta allí. Nada más encerrar los pasos, las calles se llenan de revoloteos de túnicas, risas, bullicio… El pincho de tortilla y la limonada me saben a gloria, aunque ya faltan algunas caras que se echan de menos

Hace más calor y el frío de la madrugada parece que queda tan lejos como aquellos años de niño siguiendo las filas de cruces. La procesión ha retomado su rumbo y estoy cerca del Señor. Nadie camina a tu lado. No veo capa ni manto en tu cuerpo lacerado. No veo palmas ni olivos de esos ilusionados que te agasajaban tanto. Solo el sentir dolorido. Solo tu Madero Santo.

Avanzo detrás del paso, codo con codo con aquellos hermanos que al igual que yo ansían arrimar el hombro. Debe ser grandioso poder sentir su peso, su lento vaivén. Miro esperanzado a los ojos de todo aquel que, saliendo del paso, se acerca a nuestro grupo buscando un relevo, alguien a quien ofrecer una tiradina. Mi elevada estatura hace difícil mi elección pero no pierdo la ilusión. De alguna forma sé que acabaré compartiendo la puja con todos ellos.

León se reúne en la calle. Todos se afanan por conseguir la mejor posición desde la que contemplar la comitiva que avanza despacio, tirada a tirada, respetando el esfuerzo de los braceros. Ahora sé lo que es notar el hombro macerado, que su peso te haga apretar los dientes y rezar para poder completar la siguiente tirada. Pero entonces abro los ojos y veo a esa ancianita que me está mirando. No es a mí. Es a Él, a lo que representa. Sus lágrimas contrastan con la felicidad que muestra esa niña que ofrece su pequeña manita a los papones de fila. Una pareja mira impresionada la curva que estamos tomando mientras un hombre de serio semblante hace callar a dos jóvenes que discuten sobre el nuevo estandarte del paso. Una cara conocida observa nuestros zapatos con el fin de identificarme. Todos ellos, con sus penas y alegrías, con sus esperanzas e ilusiones hacen posible que la procesión salga año tras año. Son el motivo último por el que estoy aquí. A ellos me debo y no puedo fallarles, no puedo fallar a León.

La barra se clava a través de la almohadilla y cimbrea cada vez que elevamos el paso cuando el hermano mayor da los tres toques de rigor. –¡Toca hermano!-. Llevamos más de la mitad del recorrido y los años no pasan en balde. Es la tercera vez que voy a buscar a un suplente, y lo que antaño era un favor que hacía con gusto a los jóvenes papones para que disfrutaran con la puja, se vuelve una necesidad cada vez más frecuente.

El tiempo pasado me ha ido llenando de experiencia y es hora de que devuelva a la cofradía parte de lo que me ha dado. Camino al lado del paso. La vara plateada en la que me apoyo merece mi más sincero respeto por todos aquellos que la han llevado antes que yo. La perspectiva ha cambiado pero la responsabilidad que siento sobre mí es la misma. El esfuerzo físico y la destreza de la juventud han sido sustituidos por la capacidad de organización y la soledad en las decisiones difíciles.

Al final de la avenida vislumbro de nuevo el principio y final de nuestro viaje. La esquila, el clarín y el tambor, que en su momento abrieron la procesión, ahora también la cierran. Siento en mí el desgaste de la marcha, el paso del tiempo. Mis envejecidas piernas aguantan con estoicismo la tirada final, y la música, siempre la música, me lleva en volandas los últimos metros.

León empieza a desdibujarse ante mí, o quizás soy yo el que desaparece. No siento miedo, ni curiosidad siquiera, porque se que cuando llegue otra vez el momento, León me reclamará y yo responderé ilusionado.

Carlos Montero