Amaneció raso, tranquilo, sosegado, como amanecen los lirios en Febrero. El sol dibujaba sombras chinescas en el alféizar de la ventana. Rosa da Silva bostezó silenciosamente, como el suspiro acongojado de la noche. Se incorporó de la cama con la lentitud de los sueños negros y se recogió su larga y cenicienta melena sobre la nuca. Otro día más, pensó, otra gota agria que se deposita en el doloroso aljibe de las vidas no vividas. Nada volvió a ser lo mismo y hoy no debería ser distinto, aunque una extraña sensación recorrió su frágil cuerpecito de gorrión asustado. Añoró el mar. Nunca había salido de su pueblo y se había acostumbrado a despertar con los chillidos de las gaviotas azuzando su pereza. Inhaló con fuerza y el olor a humedad de la austera habitación de aquella pensión en la calle Hospicio se mezcló con el del salitre que se había adherido a su arrugada piel, como el rocío de la soledad se adhiere al alma.
Lo que la había llevado a León no era una promesa. Ni la curiosidad. Ni siquiera se había planteado hacer turismo, aunque no desaprovechó la ocasión de poder conocer un poco la ciudad la tarde anterior. Durante más de cuarenta años, cada Diciembre, había recibido una postal de un hombre al que no conocía. Y todas y cada una de ellas terminaba con la misma plegaria: Si alguna vez viene a León me gustaría conocerla… Froilán Pastor. El fue quien la envió aquel sobre con los efectos personales de Manuel. Un reloj sin tiempo que medir, una medalla de la Virgen del Carmen sin corazón al que arrimarse y un recorte de periódico sin fecha de caducidad. Cuanta frialdad puede albergar el pórtico de la ausencia. Echó de menos aquella fotografía suya que Manuel siempre mostraba con orgullo y de la que nunca se separaba. Pareces una de esas estrellas del cine, Rosiña, exclamó emocionado el día que se la regaló. Esa fotografía y él formaban un todo. Descolgó el teléfono y al otro lado escuchó la voz de Froilán. No se preocupe, mañana temprano pasaré a recogerla y la llevaré donde usted desea.
Salió a pasear al caer la tarde. Buscó cobijo en las estrechas ruas, donde las paredes te abrazan y el frío cobarde no se atreve a abofetearte el rostro. Le asustaban las grandes avenidas porque le hacían sentir aún mas sola. Preguntó como llegar a la Catedral. Cuando estuvo frente a ella se quedó allí, quieta, alelada, como cuando de niña cogía fuerte la áspera mano de su madre y juntas le pedían al mar que devolviese intacto aquel viejo barco que se perdía en el horizonte. El mar siempre va y vuelve como las golondrinas, como los recuerdos. Le pareció hermosa, como una inmensa caja de música. Dudó un instante pero decidió no entrar. Al fin y al cabo, lo que se me perdió no lo voy a encontrar ahí dentro, pensó.
Los viandantes comenzaron a alinearse en la Plaza de la Catedral formando un ancho pasillo por el que comenzó a discurrir ceremoniosamente una procesión. Era Jueves Santo. Una Cruz de Guía abría el cortejo. Centenares de túnicas púrpuras y un respetuoso silencio rasgando la dolorosa penumbra que como un impoluto velo mortecino cubría la tétrica figura de un Nazareno de rostro desfigurado. Carracas y matracas amenazantes anunciando la tragedia. Horquetas lacerando el suave raseo de los pies penitentes. Incienso y velas plañideras sollozando lágrimas de cera tibia. Rosa da Silva observaba estupefacta la conmovedora estampa y sin apenas darse cuenta formó parte de ella, casi tanto como aquella foto formaba parte de Manuel Ferreiro y se dejó llevar. La noche la sorprendió allí mismo. Las estrellas no brillan igual en todos los cielos y la luna llena nunca atiende por igual todos los deseos.
Abrió el cajón de la mesilla de noche y cogió la carta. Sacó sus gafas de la funda y se las colocó. El siempre la decía que con esas gafas parecía una maestra de escuela, aunque apenas sabía escribir su nombre, pero la hacía sonreír y el rubor asomaba curioso a sus mejillas. Leyó en voz alta, como si estuviese en un escenario.
Abril de 1945
Cárcel de León
Amada Rosiña:
Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí el invierno ha sido duro y la primavera se hace desear. Hasta hace unos días la nieve lo cubría todo, pero se ha ido deshaciendo lentamente, como el tiempo, como la esperanza. Parece que las golondrinas que anidan en las cabezuelas del tejado han decidido regresar para quedarse. Cuanto daría por poder ser una de ellas, al menos unas horas, el tiempo justo para poder volar a tu lado y besar tus labios por última vez.
Por si lo olvido, le he pedido a uno de los guardias que se llama Froilán y es de confianza, que cuando llegue el momento te envíe a tí mis pertenencias. No quiero que estés triste Rosiña. Ya hace mucho que la tristeza abandonó mi corazón. Pesaba demasiado y quiero llevarme allí donde vaya otro equipaje más ligero, por si el camino es largo. Pero será mejor que cambie de tema,¿ no crees?. Aun tengo muchas cosas que contarte.
Antonio se enteró ayer de que había sido padre hace un mes. Ojalá pueda llegar a conocer a su hija. Se llama Lucía, como su madre.
Todo se ha vuelto rutinario y monótono. Los paseos por el patio, los recuentos, la escasa ración, las largas noches, el intenso frío. Pero hace algunos días una Procesión rompió esa rutina. Creo que era Viernes Santo, aunque no estoy seguro. Aquí dentro todos los días parecen ser el mismo. Todos nos asomamos a las rejas cuando escuchamos el primer golpe de tambor. Algunos de nosotros no habíamos visto nunca más Procesión que la de algún pequeño pueblo, como el nuestro. Andrés ” El pata”, que es malagueño, dijo que en su tierra aún es mas “ezpeztaculá”, incluso en los pueblos y nos iba explicando a su manera cada detalle. Había mucho silencio. Todos iban vestidos con unas túnicas negras hasta los pies y una especie de caperuza, como la de los verdugos, también negra y levantada por la parte que cubre el rostro. Portaban sobre el hombro distintas imágenes que representan la Pasión de Cristo. Andrés estaba tan excitado que nos costaba trabajo entender todo lo que decía. “Eza ez” una coronación y “eze” un cautivo. Los penitentes, que según nos dijo Froilán, el guardia, aquí les llaman” papones”, aunque no supo explicar porqué, golpeaban unos largos y gruesos palos de madera contra el suelo al andar. De repente, como si surgiera de la nada, apareció un Cristo con la cruz al hombro. “Eze ez” un Nazareno. No sé porqué, Rosiña de mi alma, pero al verlo nos invadió a todos una extraña sensación. Le seguían varias mujeres, de riguroso luto y con velas en sus manos, bisbiseando alguna oración que no podíamos escuchar pero sí presentir. Entonces el silencio se hizo aún más hondo y Andrés “el pata” comenzó a cantar. Un “no sé qué” me subió por el estómago y sin darme apenas cuenta, comencé a rezar. Pensaba que ya lo había olvidado, pero no. Recé un Padrenuestro y pensé que si en ese mismo instante fuese golondrina, volaría a tu lado para que pudiésemos vivir juntos este momento y después, cogidos de la mano, acompañar a esas mujeres de la Procesión. Ya ves que tontería. Pero te juro que lo deseé con todo mi corazón. También le he pedido a ese Nazareno que cuide de ti, aunque estoy seguro de que iba a hacerlo sin que yo se lo pidiese.
Ya sabes que nunca supe despedirme como es debido, pero quiero decirte solamente dos cosas… que allá donde vaya tú siempre estarás conmigo y que nunca te voy a perdonar el que nunca quisieras explicarme porqué te pusieron Rosa, si siempre olías a azucenas.
Siempre tuyo, mi amor.
Manuel Ferreiro
Cuando bajó, Froilán ya estaba allí. Nunca se había imaginado como sería al natural, por eso no la sorprendió encontrarse ante un hombre de estatura mediana y aspecto enfermizo. Pese a ello, su porte era elegante y su prestancia dignificaba un deslucido traje de paño gris marengo. Soy Froilán Pastor y usted debe de ser Rosa. Le pareció a una dulce náyade ofuscada en su hermosura. Encantado de conocerla. Su voz profunda, tranquilizadora, parecía brotar a trompicones, como el agua de la fuente de las Cinco Bocas. Extendió su mano derecha y se la ofreció con la timidez de un niño asustado, como quien no espera ser correspondido. Al estrechársela, Rosa da Silva esbozó una cálida sonrisa mezcla de agradecimiento y conmiseración. Caminaron en silencio, uno al lado del otro.
Había tantas cosas que contar, tantas preguntas sin responder. Pero la elocuencia de los silencios hablaba y respondía por ellos. Embocaron la calle Sacramento, que ensarta en sus extremos como una brocheta enjaezada de pavés la Plaza de San Isidoro y la de Santo Martino. La explanada comenzaba a llenarse de gente y la cabecera de la Procesión buscaba ya la portalada del patio de la Basílica. Dos monaguillos, ataviados con su alba blanca y muceta morada con un emblema dorado en el pectoral, disputaban entre sí la posesión de un incensario, indiferentes ante las continuas reprobaciones del Juez de Penas. Froilán y Rosa se fueron abriendo paso con determinación hasta conseguir situarse frente al Archivo Histórico Provincial. Curioso destino para ese inmenso castillo en el que se hacinaron tiempo atrás tantas y tantas historias, tantos y tan distintos finales. El silencio se volvió agrio, vaporoso, tangible. Las miradas de ambos buscaron instintivamente aquella abertura enrejada que soñó ser ventana y no celda. La tercera empezando por la derecha, susurró Froilán con un hilo de voz imperceptible mientras colocaba con ternura la mano izquierda sobre el hombro de Rosa. La convulsión surgió desde el fondo del alma y el rocío de la soledad la heló la sangre. La anciana boqueó como un pececillo al imaginar a Manuel Ferreiro asiendo con vehemencia los oxidados barrotes en busca del primer rayo de sol de la mañana, como un náufrago se aferra al tronco nudoso de la esperanza. Apartó la vista y con ella los viejos recuerdos que durante años laceraron cruelmente cada segundo de su vida.
Por Puerta Castillo comenzaba a asomar la punta de vara de un nuevo Paso. Froilán fue el primero en percatarse de ello. Ya está ahí. El tiempo parecía detenerse en cada raseo y cada voluta de incienso elevaba al cielo los entrecortados suspiros de los lirios. La túnica morada se mecía dulcemente. Rosa da Silva se frotó sus diminutos ojos vidriosos hasta enfocar con nitidez aquella celestial visión. Al menos para ella sí lo era. El barroco trono dorado avanzaba con parsimoniosa cadencia y sobre él, la espléndida figura de un Nazareno de mirada dulce y serena. Es realmente hermoso, dijo emocionada la anciana. También es hermosa la nieve, pero lo es aún mas cuando sus finos copos te humedecen el rostro. Es mucho más que eso, contestó Froilán. Es la devoción de un pueblo la que inyecta Sus ojos de dulzura. Es el sentimiento de sus braceros el que dibuja serena Su mirada. Bajo esas pesadas andas se funden generaciones de papones, orgullosos de poder llevar sobre sus hombros el peso de una tradición que custodian como un preciado tesoro. Esconden bajo sus capillos la húmeda caricia de la emoción. Toman su cruz y les siguen. Aman a su Cristo o a su Virgen sea cual sea su advocación. No importa. Les sienten suyos. Y cada primavera les bajan de sus altares para recorrer nuestras calles, para bendecir cada rincón y cada gesto. Y todos y cada uno de los que formamos parte de esa primavera nos dejamos embriagar por los recuerdos de aquellas Semanas Santas que brotaron en el alma y se marchitaron al quitarse una túnica, al apagar una vela, con el Amén de una oración que nadie escucha. Se aviva el dolor de las ausencias y se añoran los besos que no dimos, aquellos que guardamos para otra ocasión y ahora extendemos por el suelo al paso de cualquier procesión, como una alfombra de jazmines penitentes que van hollando los pies desnudos. El Paso se detuvo frente a ellos. Las hojas de acanto cimbreaban levemente como si unos invisibles muelles atravesaran sus tallos. En el preciso instante en que Rosa da Silva recordó la oscura fotografía de aquel viejo recorte de periódico y dejó de ser un detalle sin sentido entre aquellos efectos personales de Manuel, una extraña presencia empujó su cuerpo hacia el centro de la calle. Se sorprendió al verse frente al Paso y sintió un intenso frío que la hizo estremecerse. Comenzó a rezar con las manos entrelazadas sobre su pecho y sus ojos se posaron sobre los del Nazareno. Sostuvo con humilde templanza Su mirada. Padre Nuestro que estas en los cielos… Un golpe seco de llamador y una delicada lágrima erosionando su rostro. Ninguno de aquellos noventa braceros conocía su historia y tampoco importaba. Mecían con delicada cortesía el Paso que avanzaba lentamente. Parecía como si el Señor caminase hacia ella.Danos hoy nuestro pan de cada día… El aroma de los lirios lo impregnaba todo, como esa bocanada de aire fresco que el mar arrastra a la costa desde el horizonte. Ya no añoraba el mar. Solo necesitaba este momento. Lo necesitaba desde hacía más de cuarenta años, aunque nunca lo supo. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, Amén. Otro golpe de llamador la devolvió a la realidad, arrancando del fondo de su alma ese aljibe de azucenas que rebosaba heridas mal curadas.
No necesitaron más silencios. Rosa da Silva se acercó a Froilán Pastor. Como murió, dime solamente como murió. Tuvo que mentir, aunque ella lo sabía. Como una golondrina, dijo, se quedó dormido sin más, como una golondrina. Rosa besó a Froilán en la mejilla. Gracias. Y se colocó detrás del Paso con sus manitas entrelazadas en el pecho, bisbiseando esa oración que nadie escucha, aunque el silencio se había hecho aún mas hondo.
Froilán se quedó allí, quieto. Cuando la Procesión comenzó a avanzar y con ella Rosa da Silva, sacó del bolso de su chaqueta una vieja cartera. La abrió. Tomó de su interior una pequeña fotografía. En ella se veía a una mujer joven, como una de esas estrellas del cine. Detrás, con letra ya gastada por el tiempo, una dedicatoria… Siempre tuya, mi amor. Rosiña.
Manuel Jáñez Gallego