Campanita de Esperanza

Sofía miró el Nacimiento, el ramo y el árbol que acababan de montar.
−Ya está. ¡Listo!
Todos los años se repetía el mismo ritual: subía con papá al trastero y bajaban las cajas que abría ansiosa nada más entrar en casa. Las vaciaba con la misma ilusión de la primera vez, y repasaba en voz alta los recuerdos que le traía cada cosa que iba desembalando:
−Mira, la estrella que me trajisteis de Berlín. Los Reyes Magos que nos compraron los abuelitos en el mercado navideño de Madrid. ¡Mira!, ya no me acordaba de este duende tan gracioso que me regaló el vendedor de la ONCE, hay que hacerle sitio en el árbol. Y las cintas nuevas que compramos para el ramo. Anda, qué pena, se ha roto el gancho de esta campanita verde, no vamos a poder colgarla. La dejaré aquí encima para volver a meterla en su caja
Aquel año, mientras observaba el Nacimiento recién montado, se fijó muy especialmente en la cara de María. Qué contenta está, pensó. Claro, con su Niño en brazos…
Fue recogiendo las cajas vacías para llevarlas de nuevo al trastero. Cogió la campanita verde, abandonada encima de la mesa, y cuando iba a meterla en la caja donde iban las cosas del árbol, tuvo una idea. Ya sé, pensó. Se la voy a regalar a María. Seguro que, con tantas cosas para el Niño, a la pobre nadie se acuerda de llevarle nada. Y es del mismo color que sus ojos, que el manto que lleva cuando la sacan mamá y sus compañeras el Jueves Santo, que nuestro capillo. Además, mamá dice que el verde es el color de la esperanza. Y que la esperanza siempre es necesaria. Le va a encantar.
Y colocó la campanita rota a los pies de la Virgen. Sofía se quedó mirando el rostro de María.
Anda. Si hasta me ha parecido que se le iluminaban los ojos.
Volvió a mirarla.
No. María está contenta, claro, pero porque tiene con Ella a su bebé recién nacido.
Sin embargo, Sofía estaba convencida de que aquel humilde regalo, aquella campanita rota, había alegrado a la Virgen con su mensaje de esperanza.

Aquellas Navidades fueron divertidísimas. Sofía se lo pasó de maravilla con sus primos, con sus tíos, con sus abuelos. Fueron por primera vez todos juntos a la Misa del Gallo, pues su primo más pequeño ya era lo bastante mayor para quedarse levantado hasta tan tarde. Recibió el nuevo año comiendo todas las uvas, sin quedarse atascada en la sexta como cuando era pequeña. ¡Y nevó! Hicieron batallas de bolas de nieve, un muñeco, corrieron sobre el manto blanco hasta que no pudieron más… Y vinieron los Reyes Magos, que fueron muy generosos.
Pero… con los Reyes llegaba el final de las Navidades. Había que prepararse para volver a la vida de siempre. Y (qué pereza) había que recoger todos los adornos. ¿Todos? No. Había una cosa que no aparecía por ninguna parte.
⎯Mamá, ¿has guardado tú la campanita verde que estaba en el portal?
⎯No, hija. Pregúntale a papá, que acaba de meter todos los adornos del árbol en su caja.
⎯Dice que no, que no la ha visto. Qué raro, ¿no?
⎯A saber… Igual la cogió tu primo Pedro para jugar y la habrá dejado por ahí, ya sabes que se entretiene con cualquier cosa.
Buscó, buscó y buscó. Pero la campanita no aparecía. Pues sí, se dijo, tiene razón mamá. La habrá cogido Pedrito y sabe Dios dónde estará. Este niño…
Y aquel año las cajas volvieron al trastero sin la campanita verde.

La gente se agolpaba en la calle para ver pasar a María, rota de dolor, acompañada por su fiel San Juan. Sofía, en la fila con las otras niñas, iba cansada, muy cansada. Estaba aturdida. Hacía calor y tenía el capillo y los guantes pegados a la piel. Olía a churros, a obleas y a incienso. Todos los niños que había en las aceras se empeñaban en darle la mano. En sus oídos se mezclaban los sones de la banda que acompañaba al paso y las conversaciones de los espectadores, que en muchos casos parecían ajenos al drama que contemplaban. ¿Por qué no se callarían?, mira que eran pesados, ¿no veían que María iba llorando?, ufff…
Se volvió para mirar a María. Avanzaba a paso lento, suavemente mecida por sus braceras, que acusaban el esfuerzo del calor y de las horas de procesión. Parecía que aquel año María iba más despacio, más cansada y más triste que nunca. Dos toques, tres. El paso se detuvo y las braceras, exhaustas, bajaron los tentemozos. María descansaba, pero su rictus de amargura seguía siendo el mismo, con la mirada perdida y su llanto inconsolable, que ni siquiera podía secar con el bonito pañuelo que llevaba en la mano. ¿Para qué se lo pondrán, si no lo puede usar?, se preguntó Sofía. Volvió a mirar al frente. Aún quedaba un trecho por recorrer. Más gente de cháchara, más niños con las manos extendidas. No estaba segura de poder soportarlo, con aquel cansancio y aquel calor.
Se dijo que no tenía derecho a quejarse. Peor iban mamá y sus compañeras, que pagaban con sudor y agotamiento el privilegio de llevar a María a hombros. Pero estaba tan cansada…
Al oír los toques, Sofía se giró otra vez para ver subir el paso. De nuevo a hombros, de nuevo en movimiento. Pobre mamá. Pobre María, que tenía que seguir su caminar para que todo el mundo viera su dolor. Y pobres paponas, tan agotadas ya. Sólo un poquito más y llegamos. Las braceras iniciaron la marcha, y Sofía levantó la vista una vez más.
No puede ser, pensó. Me ha mirado.
cuento
Pestañeó, una, dos, tres veces. María había vuelto hacia ella su dulce mirada verde, y de modo muy sutil, tan sutil que nadie parecía darse cuenta desde las aceras ni desde las filas, le hacía un gesto con las cejas y, pese a su tristeza, le enviaba entre sus lágrimas una leve sonrisa de ánimo. Sofía se quedó paralizada; quiso gritar, decir algo, pero no fue capaz. La fila se movía, el paso avanzaba; desde la acera, un niño le tiró de la manga y estuvo a punto de hacerla caer. Le estrechó la mano y dio un par de pasos vacilantes antes de volverse a mirar a María.
Nada. María seguía con la mirada perdida y el gesto afligido. Ni rastro de lo que había visto sólo unos segundos antes.
Pero me miró, se dijo. Seguro. Quería darme ánimos y lo ha conseguido. Parece que ya no estoy tan cansada.
Y, con una energía que no se explicaba de dónde había sacado, reanudó la marcha con paso firme.

En el patio de San Francisco apenas quedaba gente. Tras la llegada, los rezos, la despedida de las bandas, el reparto de flores, mamá se había puesto a hablar con la seise y sus compañeras. A algunas no las vería hasta dentro de un año porque no vivían allí, y después de compartir brazo y fatigas les resultaba difícil decirse adiós.
Sofía, agotada, se remangó la túnica y se sentó encima de una vara delantera, en el sitio de mamá. Dos hermanas habían empezado a retirar las cosas del paso. Una de ellas la vio y recogió una flor que había quedado encima del trono.
⎯Toma, guapa, que has aguantado como una jabata. Eres una campeona.
Sofía le dio las gracias con una sonrisa. La hermana se acercó a María y se dispuso a liberarla de la carga que había soportado durante aquella procesión interminable. Con mucho cuidado, le quitó el rosario y se lo dio a su compañera para que lo guardara. Vio que la niña estaba pendiente de sus movimientos y sonrió.
⎯¿Quieres subir?
Sofía miró a mamá, pero seguía enfrascada en su charla. No se lo pensó dos veces.
⎯Vale ⎯y tendió las manos para que la auparan.
¡Qué emoción! Nunca había estado tan cerca de María. La hermana que le había dado la flor había cogido un enorme acerico para colocar los alfileres y los imperdibles y le fue explicando cómo había que ir retirando cada cosa.
⎯Después de guardar el rosario se le quita el corazón que lleva al pecho, ¿ves?, así. Hay que tener mucho cuidado para que no se enganche. Ya está. Y ahora vamos con el pañuelo…
Sofía no le quitaba ojo. Estaba fascinada con la habilidad de aquellas manos expertas. Pero de repente, las manos se detuvieron en el aire y la hermana interrumpió su explicación.
⎯Huy, qué raro está puesto este pañuelo, no recuerdo yo haber dejado este pliegue aquí.
Se dispuso a desprenderlo de las manos de María, pero volvió a detenerse, estupefacta.
⎯Pero bueno, ¿qué es esto? ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
Sofía, intrigada al ver la cara de asombro de aquella hermana que llevaba tantos años realizando la misma labor, se puso de puntillas para ver qué le causaba tanta extrañeza. La hermana estaba retirando el pañuelo con mucho cuidado para que no se cayera algo que había quedado prendido en él. Cuando terminó, se inclinó para enseñárselo.
Sofía notó que le temblaban las rodillas. Dios mío, la había guardado Ella todo aquel tiempo. Sintió sorpresa, estupor, alegría, júbilo. Y un inmenso orgullo. Porque allí, guardada con mimo entre los pliegues del pañuelo que María llevaba en la mano, estaba la campanita rota, la campanita verde esperanza que le había regalado aquella Navidad.

Sonia Fernández Ordás
Publicada en la revista de la cofradía María del Dulce Nombre de 2016