Un legado de Mantilla

Era tan pequeña como mi hermano cuando comencé a interesarme en la Semana Santa , y tan vieja como él cuando cedí mi puesto a otra chica, no con más ganas, pero sí con más vida que ofrecer. Ahora, anciana y con la visión que dan los años, quiero revindicar el valor de todas aquellas que, como yo, han compartido el placer de acompañarle, el esfuerzo de seguirle y el tesón en no fallarle. Las manolas.

Éramos pocas en una labor mayoritariamente de hombres, pero siempre estuvimos ahí. Nuestro papel, más discreto y reservado pero no menos sentido, nos llevaba a acompañar humildemente el suave avanzar del paso pujado por nuestro hombres, por su denuedo y coraje.

Recuerdo mis orígenes, a principios del siglo pasado, cuando veía a mi madre vestir a mi hermano de papón y envidiaba en silencio lo importante que le hacía sentir. El Señor iba a estar en la calle y él era uno de los que podía acompañarle. Por aquel entonces los papeles estaban muy bien diferenciados y tu sexo definía aquello que podías y no podías hacer. En casa era mi madre quien preparaba la limonada, y yo me afanaba en ayudarla. Quizás parezca un pequeño consuelo participar en una labor como esa, pero para mí significaba mucho poder colaborar en algo que formaba parte del ritual de la Semana Santa. Algo que podía hacer y de lo que podía sentirme orgullosa.

Cuando salíamos a la calle a ver las procesiones, se me encogía el corazón al ver avanzar los pasos y admiraba a todas aquellas personas que lo hacían posible. Pero mis ojos se paraban siempre en la figura femenina, recatada pero a la vez elegante y delicada, que ostentaba con orgullo el honor de seguir los pasos del Señor. La primera vez que vi a una manola pensé que se trataba de alguien importante, como todas aquellas personas a las que te enseñan a no mirar muy fijamente, pero mi madre me explicó la verdad.

-“No cariño, el honor de ese puesto nos corresponde a todas las mujeres que deseemos cubrirlo. Pero para poder hacerlo hay que ser digna de ello. Ser una mujer de pleno derecho que pueda acompañar al Señor vestida con sus mejores galas”-.

Creo que desde ese momento deseé fervientemente hacerme mayor. Al fin tenía un objetivo claro con el que llenar ese vacío que sentía por dentro cuando la luna de Nisán llegaba al calendario. Y lo curioso es que hasta aquel mismo momento no había sido consciente de él.

Todavía debían pasar muchos años para que me convirtiera en una mujer, pero recuerdo con agrado una mañana de Jueves que supuso mi primer contacto real, en primera persona, con el Señor en la calle. Nos habían regalado un día de Junio precioso, y el Corpus estaba dispuesto para ser procesionado bajo el cielo de León. El traje de Primera Comunión picaba un poco y los zapatos me quedaban algo apretados, pero la emoción del momento hizo que, pronto, todo desapareciera. No sé explicar lo que sentí, no era algo religioso, o quizás sí. Me sentía el centro de atención, el objeto de todas aquellas miradas, que como antes la mía, ansiaban estar en la piel del que observaban. Todo pasó tan rápido y fue hace tanto tiempo que apenas puedo recordar más que sensaciones o destellos grabados a fuego en mi mente.

Pero este episodio temprano de mi niñez no apaciguó mis ansias de llegar a ser manola, más bien al contrario. Sirvió para que viera mi objetivo mucho más cerca, e ideara mil y una estratagemas para lograr adelantar la fecha en la que vistiera de mantilla. Fueron esos sueños adolescentes, que hacen correr la imaginación mucho más de lo que el cuerpo da de sí, desgarbado y en profundo cambio por aquel entonces.

Cada año veía los pasos más majestuosos, el exorno floral más impresionante y las manolas, menos inaccesibles. Por altura ya superaba a más de una, y si no fuera por la férrea disciplina a la que nos tenía acostumbrados mi madre, hacía tiempo que hubiera tratado de convencerla de que mis incipientes rasgos de madurez eran suficiente para salir en procesión dignamente. Aún tuve que aguardar varias primaveras envidiando en secreto a mi hermano. Disfrutando del relato de sus experiencias, de sus emociones; de la novedad que cada año suponía avanzar en la fila, pujar una bandera o apuntarse como suplente a un paso. Él no comprendía mis sentimientos, ni era capaz de suponer la avidez con la que absorbía sus palabras y las hacía mías.

Y por fin llegó el momento. La mayoría de los papones nacen con la túnica puesta y no saben lo que es prepararse para ese día. Es decir, cuando son conscientes de lo que hacen ya están inmersos bajo el manto maternal de la cofradía, con su cruz, su túnica, su labor. No tienen más que seguir el sendero en el que otros les han colocado. Pero nosotras somos conscientes desde el primer momento de lo que vamos a hacer, de qué función vamos a desempeñar y del traje que vamos a vestir.

Desde que cayeron los primeros copos del invierno ya estaba esperando la primavera. Rezando para que lloviera entonces todo lo que pudiera llover en la Semana Santa. Me probé docenas de chaquetas negras que hicieran juego con el bordado de la falda. La mantilla y el rosario me los había regalado mi abuela. Aún puedo ver esos húmedos y cariñosos ojos a través de los que advertía su orgullo y comprensión. Creo que entendía perfectamente por lo que estaba pasando. A veces echo de menos esos viejos tiempos en los que la familia estaba tan unida y en los que una abuela era capaz de conocer a su nieta casi tanto como su madre. Pero estoy divagando de nuevo.

La noche anterior al gran día apenas pude dormir, y a la mañana siguiente casi desespero a mi madre con mi inquieto comportamiento. Es curioso, pero son los detalles lo que recuerdo. El alfiler que no se sujetaba correctamente, los zapatos que misteriosamente habían encogido un par de tallas, el estómago lleno de mariposas. San Isidoro fue testigo de mi incorporación a la procesión y no puedo explicar lo que sentí entonces. Esa primera vez fue tan especial que de alguna forma marcó mi juventud. Quizás sustituyó a la puesta de largo que mi familia no pudo darme o a esa apertura de miras con la que las jovencitas de hoy en día parece que nacieron. Por primera vez fui consciente de quién era, pero al mismo tiempo entendí por qué la madurez es tan importante en nuestra labor. Sabía quién era el verdadero protagonista de la Semana Santa y el porqué de mi presencia allí.

Mi hermano me miraba de otra forma. Sabía que había cambiado, que había dado un paso en un feudo que creía de su propiedad. Incluso me intentó hacer de menos alguna vez. Todo porque no entendía lo que siente una verdadera manola por dentro. No es la ilusión de pertenecer a un grupo como uno más, o colaborar como hermano anónimo en nuestra valiosa tradición, sino ponerle una cara, tu propia cara, al deseo de todas las leonesas de acompañarle a Él, como las mujeres acompañaron al Señor en su calvario. No es sacrificio lo que representamos, es compañía, fidelidad, devoción, constancia. Nuestras facciones desnudas muestran nuestra confianza; el rosario, nuestra fe; y el porte, nuestra dignidad.

Muchos Viernes Santos siguieron a esta primera vez. Muchas ilusiones, experiencias y también desengaños. Quiero pensar que desde entonces he sido fiel a mis convicciones, y que al igual que en los demás aspectos de la vida, en éste, he podido ser ejemplo para generaciones venideras. El orgullo de ser manola es el reflejo de un alma radiante, convencida de los valores que nos enseñaron nuestros padres, e ilusionada de sentir la Semana Santa cada año.

Entiendo que no puedo pedir al tiempo que regrese a épocas pasadas, ni soy quién para decidir la bondad o maldad de las actuales, pero sí que puedo recordar con anhelo aquella época, con sus luces y sus sombras, en la que me enseñaron a ser manola, a ser mujer, y a ser leonesa.

Carlos Montero