– ¿Ah? Pero, ¿que tú eres un papón de esos?
– Sí, bueno…
– ¿Pero eso no es lo de que sacan santos a la calle y cantan canciones extrañas?
– Sí… En realidad sí. Pero no te pienses que yo hago cosas de esas, eh.
– ¿Entonces? ¿Por qué te pones esas faldas y te tapas la cabeza como si fueses a robar un banco?
– Bueno, es que en realidad lo hago por tradición.
Y es ahí es cuando se inicia el largo recorrido que ha llevado a la Semana Santa a ser el desastre que es actualmente. Desde hace algunos años, la Semana Santa leonesa ha sufrido una serie de transformaciones que, con el paso del tiempo, han hecho mucho bien para aquello que tanto amamos. Sin embargo, otros múltiples cambios han terminado por convertirla en un paño rancio, con harapos, que rezuma una peste antañona y desfasada por los cuatro costados.
Seises, abades y juntas de gobierno cuyo único interés es subirse a una vara para, por primera vez, estar por encima de alguien. Gente que quiere tapar su propia mediocridad poniéndose un capillo de distinta altura o dando órdenes a un paso como si fuese el camión de la basura. Besapiés, besamanos, exaltaciones, procesiones extraordinarias y toda clase de actos que se convierten en faranduleras verbenas donde la crítica al hermano es el único padrenuestro que todos saben rezar.
Y la prepotencia. Qué iba a ser de la Semana Santa sin su prepotencia. Bendita la costumbre de pasear por nuestro León recibiendo indultos por ocupar la misma calle que aquel engalanado hombre con la capa de su bisabuelo –o la del vecino, que el caso es aparentar–.
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que algunos son auténticos supervivientes. No solo salen con vida de cada Semana Santa, sino que, además, tienen ganas para volver el año siguiente con las mismas fuerzas o más. ¿La razón?, el cariño y la fe. Sin eso, no hay ni Semana Santa, ni nada que se le parezca.
Lo que comenzó hace varios siglos con el peso de la fe, desembocó después en una menos sincera tradición. Hoy, ni siquiera somos eso. La Semana Santa, como la sociedad en general, ha perdido todo verdadero sentido. Ahora, salir en procesión no es hacer catequesis en la calle. Es pavonearse, es mirar a las chicas y chicos de alrededor y, con un poco de suerte, es tener una fotografía que subir a Facebook o a Instagram. Es una de las mayores y más profundas farsas construidas por todos y cada uno de los papones que forman esta semana cada vez menos santa.
En nuestras manos está cambiarlo. Por nosotros, y porque esta tradición no sea la de la costumbre, sino la de la fe.