NUESTRAS PEQUEÑAS OBRAS COFRADES: RELATOS

 

EL ALJIBE DE AZUCENAS

Amaneció raso, tranquilo, sosegado, como amanecen los lirios en Febrero. El sol dibujaba sombras chinescas en el alféizar de la ventana. Rosa da Silva bostezó silenciosamente, como el suspiro acongojado de la noche. Se incorporó de la cama con la lentitud de los sueños negros y se recogió su larga y cenicienta melena sobre la nuca. Otro día más, pensó, otra gota agria que se deposita en el doloroso aljibe de las vidas no vividas. Nada volvió a ser lo mismo y hoy no debería ser distinto, aunque una extraña sensación recorrió su frágil cuerpecito de gorrión asustado. Añoró el mar. Nunca había salido de su pueblo y se había acostumbrado a despertar con los chillidos de las gaviotas azuzando su pereza. Inhaló con fuerza y el olor a humedad de la austera habitación de aquella pensión en la calle Hospicio se mezcló con el del salitre que se había adherido a su arrugada piel, como el rocío de la soledad se adhiere al alma.

Lo que la había llevado a León no era una promesa. Ni la curiosidad. Ni siquiera se había planteado hacer turismo, aunque no desaprovechó la ocasión de poder conocer un poco la ciudad la tarde anterior. Durante más de cuarenta años, cada Diciembre, había recibido una postal de un hombre al que no conocía. Y todas y cada una de ellas terminaba con la misma plegaria: Si alguna vez viene a León me gustaría conocerla… Froilán Pastor. El fue quien la envió aquel sobre con los efectos personales de Manuel. Un reloj sin tiempo que medir, una medalla de la Virgen del Carmen sin corazón al que arrimarse y un recorte de periódico sin fecha de caducidad. Cuanta frialdad puede albergar el pórtico de la ausencia. Echó de menos aquella fotografía suya que Manuel siempre mostraba con orgullo y de la que nunca se separaba. Pareces una de esas estrellas del cine, Rosiña, exclamó emocionado el día que se la regaló. Esa fotografía y él formaban un todo. Descolgó el teléfono y al otro lado escuchó la voz de Froilán. No se preocupe, mañana temprano pasaré a recogerla y la llevaré donde usted desea.

Salió a pasear al caer la tarde. Buscó cobijo en las estrechas ruas, donde las paredes te abrazan y el frío cobarde no se atreve a abofetearte el rostro. Le asustaban las grandes avenidas porque le hacían sentir aún mas sola. Preguntó como llegar a la Catedral. Cuando estuvo frente a ella se quedó allí, quieta, alelada, como cuando de niña cogía fuerte la áspera mano de su madre y juntas le pedían al mar que devolviese intacto aquel viejo barco que se perdía en el horizonte. El mar siempre va y vuelve como las golondrinas, como los recuerdos. Le pareció hermosa, como una inmensa caja de música. Dudó un instante pero decidió no entrar. Al fin y al cabo, lo que se me perdió no lo voy a encontrar ahí dentro, pensó.

Los viandantes comenzaron a alinearse en la Plaza de la Catedral formando un ancho pasillo por el que comenzó a discurrir ceremoniosamente una procesión. Era Jueves Santo. Una Cruz de Guía abría el cortejo. Centenares de túnicas púrpuras y un respetuoso silencio rasgando la dolorosa penumbra que como un impoluto velo mortecino cubría la tétrica figura de un Nazareno de rostro desfigurado. Carracas y matracas amenazantes anunciando la tragedia. Horquetas lacerando el suave raseo de los pies penitentes. Incienso y velas plañideras sollozando lágrimas de cera tibia. Rosa da Silva observaba estupefacta la conmovedora estampa y sin apenas darse cuenta formó parte de ella, casi tanto como aquella foto formaba parte de Manuel Ferreiro y se dejó llevar. La noche la sorprendió allí mismo. Las estrellas no brillan igual en todos los cielos y la luna llena nunca atiende por igual todos los deseos.

Abrió el cajón de la mesilla de noche y cogió la carta. Sacó sus gafas de la funda y se las colocó. El siempre la decía que con esas gafas parecía una maestra de escuela, aunque apenas sabía escribir su nombre, pero la hacía sonreír y el rubor asomaba curioso a sus mejillas. Leyó en voz alta, como si estuviese en un escenario.

Abril de 1945 Cárcel de León

Amada Rosiña:

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí el invierno ha sido duro y la primavera se hace desear. Hasta hace unos días la nieve lo cubría todo, pero se ha ido deshaciendo lentamente, como el tiempo, como la esperanza. Parece que las golondrinas que anidan en las cabezuelas del tejado han decidido regresar para quedarse. Cuanto daría por poder ser una de ellas, al menos unas horas, el tiempo justo para poder volar a tu lado y besar tus labios por última vez.

Por si lo olvido, le he pedido a uno de los guardias que se llama Froilán y es de confianza, que cuando llegue el momento te envíe a tí mis pertenencias. No quiero que estés triste Rosiña. Ya hace mucho que la tristeza abandonó mi corazón. Pesaba demasiado y quiero llevarme allí donde vaya otro equipaje más ligero, por si el camino es largo. Pero será mejor que cambie de tema,¿ no crees?. Aun tengo muchas cosas que contarte.

Antonio se enteró ayer de que había sido padre hace un mes. Ojalá pueda llegar a conocer a su hija. Se llama Lucía, como su madre.

Todo se ha vuelto rutinario y monótono. Los paseos por el patio, los recuentos, la escasa ración, las largas noches, el intenso frío. Pero hace algunos días una Procesión rompió esa rutina. Creo que era Viernes Santo, aunque no estoy seguro. Aquí dentro todos los días parecen ser el mismo. Todos nos asomamos a las rejas cuando escuchamos el primer golpe de tambor. Algunos de nosotros no habíamos visto nunca más Procesión que la de algún pequeño pueblo, como el nuestro. Andrés ” El pata”, que es malagueño, dijo que en su tierra aún es mas “ezpeztaculá”, incluso en los pueblos y nos iba explicando a su manera cada detalle. Había mucho silencio. Todos iban vestidos con unas túnicas negras hasta los pies y una especie de caperuza, como la de los verdugos, también negra y levantada por la parte que cubre el rostro. Portaban sobre el hombro distintas imágenes que representan la Pasión de Cristo. Andrés estaba tan excitado que nos costaba trabajo entender todo lo que decía. “Eza ez” una coronación y “eze” un cautivo. Los penitentes, que según nos dijo Froilán, el guardia, aquí les llaman” papones”, aunque no supo explicar porqué, golpeaban unos largos y gruesos palos de madera contra el suelo al andar. De repente, como si surgiera de la nada, apareció un Cristo con la cruz al hombro. “Eze ez” un Nazareno. No sé porqué, Rosiña de mi alma, pero al verlo nos invadió a todos una extraña sensación. Le seguían varias mujeres, de riguroso luto y con velas en sus manos, bisbiseando alguna oración que no podíamos escuchar pero sí presentir. Entonces el silencio se hizo aún más hondo y Andrés “el pata” comenzó a cantar. Un “no sé qué” me subió por el estómago y sin darme apenas cuenta, comencé a rezar. Pensaba que ya lo había olvidado, pero no. Recé un Padrenuestro y pensé que si en ese mismo instante fuese golondrina, volaría a tu lado para que pudiésemos vivir juntos este momento y después, cogidos de la mano, acompañar a esas mujeres de la Procesión. Ya ves que tontería. Pero te juro que lo deseé con todo mi corazón. También le he pedido a ese Nazareno que cuide de ti, aunque estoy seguro de que iba a hacerlo sin que yo se lo pidiese.

Ya sabes que nunca supe despedirme como es debido, pero quiero decirte solamente dos cosas… que allá donde vaya tú siempre estarás conmigo y que nunca te voy a perdonar el que nunca quisieras explicarme porqué te pusieron Rosa, si siempre olías a azucenas.

Siempre tuyo, mi amor.

 Manuel Ferreiro

Cuando bajó, Froilán ya estaba allí. Nunca se había imaginado como sería al natural, por eso no la sorprendió encontrarse ante un hombre de estatura mediana y aspecto enfermizo. Pese a ello, su porte era elegante y su prestancia dignificaba un deslucido traje de paño gris marengo. Soy Froilán Pastor y usted debe de ser Rosa. Le pareció a una dulce náyade ofuscada en su hermosura. Encantado de conocerla. Su voz profunda, tranquilizadora, parecía brotar a trompicones, como el agua de la fuente de las Cinco Bocas. Extendió su mano derecha y se la ofreció con la timidez de un niño asustado, como quien no espera ser correspondido. Al estrechársela, Rosa da Silva esbozó una cálida sonrisa mezcla de agradecimiento y conmiseración. Caminaron en silencio, uno al lado del otro.

Había tantas cosas que contar, tantas preguntas sin responder. Pero la elocuencia de los silencios hablaba y respondía por ellos. Embocaron la calle Sacramento, que ensarta en sus extremos como una brocheta enjaezada de pavés la Plaza de San Isidoro y la de Santo Martino. La explanada comenzaba a llenarse de gente y la cabecera de la Procesión buscaba ya la portalada del patio de la Basílica. Dos monaguillos, ataviados con su alba blanca y muceta morada con un emblema dorado en el pectoral, disputaban entre sí la posesión de un incensario, indiferentes ante las continuas reprobaciones del Juez de Penas. Froilán y Rosa se fueron abriendo paso con determinación hasta conseguir situarse frente al Archivo Histórico Provincial. Curioso destino para ese inmenso castillo en el que se hacinaron tiempo atrás tantas y tantas historias, tantos y tan distintos finales. El silencio se volvió agrio, vaporoso, tangible. Las miradas de ambos buscaron instintivamente aquella abertura enrejada que soñó ser ventana y no celda. La tercera empezando por la derecha, susurró Froilán con un hilo de voz imperceptible mientras colocaba con ternura la mano izquierda sobre el hombro de Rosa. La convulsión surgió desde el fondo del alma y el rocío de la soledad la heló la sangre. La anciana boqueó como un pececillo al imaginar a Manuel Ferreiro asiendo con vehemencia los oxidados barrotes en busca del primer rayo de sol de la mañana, como un náufrago se aferra al tronco nudoso de la esperanza. Apartó la vista y con ella los viejos recuerdos que durante años laceraron cruelmente cada segundo de su vida.

Por Puerta Castillo comenzaba a asomar la punta de vara de un nuevo Paso. Froilán fue el primero en percatarse de ello. Ya está ahí. El tiempo parecía detenerse en cada raseo y cada voluta de incienso elevaba al cielo los entrecortados suspiros de los lirios. La túnica morada se mecía dulcemente. Rosa da Silva se frotó sus diminutos ojos vidriosos hasta enfocar con nitidez aquella celestial visión. Al menos para ella sí lo era. El barroco trono dorado avanzaba con parsimoniosa cadencia y sobre él, la espléndida figura de un Nazareno de mirada dulce y serena. Es realmente hermoso, dijo emocionada la anciana. También es hermosa la nieve, pero lo es aún mas cuando sus finos copos te humedecen el rostro. Es mucho más que eso, contestó Froilán. Es la devoción de un pueblo la que inyecta Sus ojos de dulzura. Es el sentimiento de sus braceros el que dibuja serena Su mirada. Bajo esas pesadas andas se funden generaciones de papones, orgullosos de poder llevar sobre sus hombros el peso de una tradición que custodian como un preciado tesoro. Esconden bajo sus capillos la húmeda caricia de la emoción. Toman su cruz y les siguen. Aman a su Cristo o a su Virgen sea cual sea su advocación. No importa. Les sienten suyos. Y cada primavera les bajan de sus altares para recorrer nuestras calles, para bendecir cada rincón y cada gesto. Y todos y cada uno de los que formamos parte de esa primavera nos dejamos embriagar por los recuerdos de aquellas Semanas Santas que brotaron en el alma y se marchitaron al quitarse una túnica, al apagar una vela, con el Amén de una oración que nadie escucha. Se aviva el dolor de las ausencias y se añoran los besos que no dimos, aquellos que guardamos para otra ocasión y ahora extendemos por el suelo al paso de cualquier procesión, como una alfombra de jazmines penitentes que van hollando los pies desnudos. El Paso se detuvo frente a ellos. Las hojas de acanto cimbreaban levemente como si unos invisibles muelles atravesaran sus tallos. En el preciso instante en que Rosa da Silva recordó la oscura fotografía de aquel viejo recorte de periódico y dejó de ser un detalle sin sentido entre aquellos efectos personales de Manuel, una extraña presencia empujó su cuerpo hacia el centro de la calle. Se sorprendió al verse frente al Paso y sintió un intenso frío que la hizo estremecerse. Comenzó a rezar con las manos entrelazadas sobre su pecho y sus ojos se posaron sobre los del Nazareno. Sostuvo con humilde templanza Su mirada. Padre Nuestro que estas en los cielos… Un golpe seco de llamador y una delicada lágrima erosionando su rostro. Ninguno de aquellos noventa braceros conocía su historia y tampoco importaba. Mecían con delicada cortesía el Paso que avanzaba lentamente. Parecía como si el Señor caminase hacia ella. Danos hoy nuestro pan de cada día… El aroma de los lirios lo impregnaba todo, como esa bocanada de aire fresco que el mar arrastra a la costa desde el horizonte. Ya no añoraba el mar. Solo necesitaba este momento. Lo necesitaba desde hacía más de cuarenta años, aunque nunca lo supo. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, Amén. Otro golpe de llamador la devolvió a la realidad, arrancando del fondo de su alma ese aljibe de azucenas que rebosaba heridas mal curadas.

No necesitaron más silencios. Rosa da Silva se acercó a Froilán Pastor. Como murió, dime solamente como murió. Tuvo que mentir, aunque ella lo sabía. Como una golondrina, dijo, se quedó dormido sin más, como una golondrina. Rosa besó a Froilán en la mejilla. Gracias. Y se colocó detrás del Paso con sus manitas entrelazadas en el pecho, bisbiseando esa oración que nadie escucha, aunque el silencio se había hecho aún mas hondo.

Froilán se quedó allí, quieto. Cuando la Procesión comenzó a avanzar y con ella Rosa da Silva, sacó del bolso de su chaqueta una vieja cartera. La abrió. Tomó de su interior una pequeña fotografía. En ella se veía a una mujer joven, como una de esas estrellas del cine. Detrás, con letra ya gastada por el tiempo, una dedicatoria… Siempre tuya, mi amor. Rosiña.

Manuel Jáñez Gallego

Relato ganador del V Concurso de Relatos de Semana Santa “Luís Pastrana” de La Venatoria. Publicado en la revista de la Cofradía de la Redención de la Semana Santa de 2008.

 

 

 

LA REBELIÓN DE JUDAS

I

-¡Que no y que no! ¡Este año, no! -aseguró Clemente el tasquero, sacudiendo enérgicamente la cabeza a diestra y siniestra.

Germán, alcalde pedáneo del lugar, abandonó por un momento la lectura de las cuartillas que tenía delante, se pasó una mano por el cogote, resopló lentamente y levantó la vista hacia el techo como requiriendo de las alturas una buena ración de la paciencia que ya empezaba a agotársele. En esos momentos, la Casa de Cultura bullía de actividad: aquí, un grupo de muchachos lustraba las espadas, los cascos emplumados y las musculadas corazas de los legionarios; allá, un par de mujerucas repasaban y planchaban las túnicas de los apóstoles; acullá, una cohorte mixta de paisanos y paisanas ensayaba sus papeles en la representación.

-Pero vamos a ver, Clemente. -repuso el regidor-, tú siempre has hecho de Judas Iscariote, ¿por qué este año no? ¡No tenemos a nadie más, coño!

-¡Porque ya estoy harto de ser el malo de la película! Ya son muchos años haciendo de traidor. ¿Por qué no puedo ser cualquier otro apóstol, o el de Arimatea, o..?

-O la Magdalena , no te fastidia. -interrumpió Germán- Tú eres el Iscariote, Clemente, todo el mundo lo sabe, y nadie lo va a hacer mejor que tú a estas alturas. Mírame a mí; tampoco hacer de Pilato es un plato de gusto, y lo mismo se puede decir de Anás, Caifás y todos los del sanedrín.

-No es lo mismo, no es lo mismo. Todos esos personajes son enemigos de Jesús de principio, pero Judas. Judas es un traidor, un miserable que abusó de la cercanía, de la confianza del Maestro para perpetrar su crimen, un indeseable.

-Venga, Clemente, no me “Judas”- argumentó el alcalde, intentando banalizar un poco la situación-; te prometo que para el año que viene buscamos a otro, pero ahora. ahora es un poco tarde ya.

Todavía duró un rato el rifirrafe dialéctico entre el pedáneo y el tasquero, antes de que el primero convenciera al segundo y pudiera reanudar el estudio de su papel de cónsul romano, que le traía por la calle de la amargura; nunca se le había dado bien memorizar, lo suyo, como buen político, era la improvisación. Clemente, a regañadientes, abandonó la casa de cultura y regresó a su bar. La verdad es que el cantinero estaba harto de que su interpretación anual del mal apóstol, en el Vía Crucis popular, trascendiera los límites temporales de la Semana Santa y acabara por empapar toda su cotidiana actividad. Cierto es que su mirar torvo, desarrollado y amaestrado durante largos años tras la barra intentando imponer respeto y freno a borrachos y alborotadores, y la profunda cicatriz de su mejilla izquierda, recuerdo de una infortunada mediación en una reyerta, le conferían un aspecto hosco y mal encarado, la apariencia que todo el mundo esperaba en un Judas, pero ya empezaban a colmar su paciencia las chanzas y chascarrillos de sus convecinos a cuenta de su sempiterno rol de traidor.

-¿Qué te debo, Clemente? -soltaba el graciosillo de turno, guiñando un ojo a sus contertulios- ¡No me lo digas, no! ¿Treinta monedas?

Y todos se partían el pecho a reír, ignorando los improperios del tasquero.

-¿En qué se parecen los jamones a Clemente? -decía otro, no menos simpático que el anterior, antes de responderse a sí mismo:

-En que todos los años los cuelgan, pero al final acaban “curándose”.

La carcajada volvía a ser general. Y así todo el año.

 

II

Finalmente, el Viernes Santo por la tarde todos los ocasionales actores estaban listos para representar la Pasión. Clemente cumplía con su parte, aceptando las monedas del sanedrín y depositando más tarde el deleznable ósculo sobre la mejilla de Tomás el panadero, a la sazón muy metido en su papel de Mesías. Todo el mundo alababa la interpretación del cantinero, esa desazón, ese resquemor que parecía invadirle y que se dejaba traslucir en cada palabra, en cada gesto. Lo cierto es que tal pesadumbre y desasosiego no eran en absoluto fingidos, sino que revelaban el auténtico estado de ánimo de Clemente, forzado como se veía a encarnar una vez más al malhadado discípulo. Los diferentes actos se fueron desarrollando según lo previsto: Germán se trastabilló un poco con su texto, pero finalmente mandó azotar a Jesús y se lavó las manos con desenvoltura, cosa que, al ser efectuada por él con cierta frecuencia en el ejercicio de su función pública, no le representó ningún problema añadido. Tras la azotaina de rigor, propinada por Manolo el carnicero con un entusiasmo un tanto desmedido -todos en el pueblo eran sabedores de la mutua aversión que se profesaban el panadero y el matarife-, el maltrecho reo inició su recorrido con la cruz a cuestas, por las calles de la villa. Tal y como figuraba en el programa, Jesús dio con sus huesos en el suelo por vez primera frente a las Escuelas Municipales, momento en que la Ceferina saltaba a la palestra para enjugar la divina faz en cumplimiento de sus obligaciones como Verónica. Un centenar de metros más adelante, a la altura de la Casa Consistorial , el divino cautivo sufrió la segunda de las caídas, entre la barahúnda del populacho que le increpaba sin descanso.

-¡Impostoooor! -bramaban unos.

-¡Blasfemooooo! -vociferaban otros.

-¡Mastuerzoooo! -gritaban algunos más, incorporando espontáneamente vocablos autóctonos al repertorio de insultos.

El tercer tropiezo del Nazareno estaba previsto junto a la ermita, ya en los límites del pueblo. Tomás trastabilló de forma bastante convincente y volvió a caer de bruces. El centurión se dirigió entonces a la muchedumbre para recabar la ayuda del Cirineo, y ahí fue donde ocurrió lo inesperado: Clemente, que venía siguiendo el cortejo, formando parte de la plebe, se tropezó por un instante con la mirada de Cristo, aquellos ojos suplicantes bajo la corona con espinas de pega, y ya no vio la familiar cara del panadero, usualmente embadurnada de harina, sino el auténtico rostro doliente del Salvador, el lacerado semblante del Hijo de Dios. A codazos, se abrió paso entre el gentío y acabó plantándose en mitad de la escena.

-¡Quita de ahí! -gritó, propinando un brusco empellón al ocasional Simón de Cirene, que ya estaba tomando el madero, tarea que asumió de inmediato el díscolo cantinero.

-Y tú, tira “p’alante”- ordenó al sorprendido Tomás, que estaba contemplando todo desde el suelo, sin salir de su asombro.

La algarabía de los figurantes fue sustituida por un rumoroso coro de cuchicheos. El centurión miró al alcalde, encogiéndose de hombros en muda solicitud de instrucciones y éste, enarcando las cejas con resignación, le indicó por gestos que lo dejara correr, así que, tras unos instantes de duda, la comitiva reanudó su marcha con la atípica y contradictoria ayuda del Iscariote en el transporte del árbol del sacrificio. Un rato después, mientras la cruz era izada en un cotarro de las afueras, Clemente se dirigía a los representantes del sanedrín y arrojaba a sus pies la bolsa con las monedas de la delación.

No muy lejos de allí, en una loma donde las bodegas abrían sus bocas húmedas y umbrosas, el viento batía un solitario dogal de esparto que colgaba de un castaño en inútil espera de un huésped que, este año, no iba a acudir a la macabra cita.

 

Carlos García Valverde

“La rebelión de Judas”: Originalmente publicado en la revista de “La Sebe” del año 2009 y posteriormente incluido en el blog del autor

 


 

 

 

UN PAR DE ZAPATOS NEGROS

I

Se lo venía recordando, hacía ya casi un mes, el cartel torpemente rotulado que Ambrosio, el tasquero, había pegado a la pared con cuatro irregulares pedazos de cinta adhesiva, excesivamente largos -pensó Gabriel- para la misión que les había sido encomendada. “Hay limonada”, pregonaba el letrero, y por el tono amarillento de la cartulina y lo torturado de sus esquinas y bordes, podía deducirse que había anunciado ya de forma implícita un montón de Semanas Santas anteriores.

Intentó no pensar, circunscribiendo tozudamente su mirada al círculo marrón y cálido de su cotidiano café. Poco a poco, con el paso de los días, se hizo más difícil ignorar la cercanía de las señaladas fechas. Fachadas y escaparates comenzaron a poblarse de pasquines anunciadores de triduos, conciertos, conferencias, exposiciones y otros actos cuya inspiración directa era la Semana Pasional. Cuando, al cruzar la plaza de San Marcelo en dirección al Recreo Industrial, descubrió a un grupo de operarios del Ayuntamiento colocando la rampa de madera que, salvando los dos escalones de acceso a la brevísima calle del Teatro, permitía cada año el discurrir de las procesiones, decidió, no sin cierto amargor, que quizá iba siendo hora de claudicar. Iba a hacer ya cinco años que su hermano Valentín, tras una breve si bien que angustiosa enfermedad, había abandonado el mundo de los vivos; fue un Viernes Santo áspero y frío, el primer Viernes Santo en más de cuarenta años en que Valentín no iba a ocupar su brazo en la Coronación. Tampoco lo hizo Gabriel, anclado como estaba a la cabecera de su hermano agonizante. Cumpliendo con los deseos expresos del finado, éste había sido amortajado y sepultado con la severa túnica de los hermanos de Jesús, la misma que, durante casi medio siglo había empapado el sudor de Valentín en la matinal puja de los Viernes Santos.

El caso es que, desde entonces, Gabriel decidió no continuar con su brazo en la Coronación de Espinas; no sin su inseparable hermano en punta de vara. Además, ¿de qué habían servido tantos años de dedicación, de esfuerzo, de horas hurtadas al trabajo, a la familia, en beneficio de una cofradía, de una advocación que, en las horas más amargas -pensaba Gabriel con resentimiento- les había fallado? ¿Dónde estaba el amparo de ese Cristo lacerado y doliente cuya carga habían soportado durante tantas mañanas de viernes?

Sea como fuere, en los días previos a la celebración del Viernes más aciago, y movido por un oscuro y un punto contradictorio sentimiento de culpa, se acercó a curiosear por la carpa donde los montadores procedían, como cada año, a entronizar las figuras sobre sus andas y disponer los adornos florales para la procesión. Lo que sucedió cuando, apartando la lona de la entrada, penetró en el provisional recinto, no pudo Gabriel, por más que lo intentara agarrándose desesperadamente a su pragmatismo, atribuirlo a la casualidad, al azar o a una más o menos afortunada confluencia de circunstancias: lo cierto es que el Cristo -su Cristo-, rodeado como siempre por soldados despiadados y sayones burlones, clavaba en él su suplicante mirada, extendiendo hacia adelante sus manos atadas en mudo requerimiento de una liberación que a Gabriel se le antojaba imposible. Detrás de la figura, un legionario cruel cernía con sarcasmo sobre la divina cabeza el infamante trenzado de espinas, pero… ¿eran los rayos del sol vespertino los que, al atravesar las traslúcidas lonas movidas por el viento ponían una suerte de temblor en las manos del esbirro? ¿Eran, tal vez, los rítmicos martillazos que un montador estaba dando en algún lugar de la parrilla los que provocaban la ilusión de tal vacilación? Por último, ¿a qué o quién achacar el hecho alarmante de que el rostro del verdugo tomase por un alucinado momento los rasgos de su propia cara?

Gabriel se vino repentinamente abajo o, por mejor decir, despertó finalmente de su letargo de cinco años y un par de ácidas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. El seise del paso, que andaba por allí, se le acercó al percatarse de su presencia e, ignorando discretamente el oneroso llanto del recién llegado, le susurró:

-Ya era hora, Gabriel. Si aún quieres tu brazo, aquí lo tienes.

II

Gabriel volvió a casa sobre las seis de la madrugada, después de reanudar su asistencia a la Ronda nocturna de la cofradía tras un quinquenio de ausencia. La mañana de Viernes Santo comenzaba a crecer, como aquella de un lustro atrás, gélida y desabrida. Sobre la cama intacta, exhumada del oscuro arcón con olor a naftalina, descansaba la negra túnica con el emblema morado. Como en un añejo ritual nunca olvidado, el veterano papón se vistió metódicamente: la blanca camisa, la corbata negra, el traje y, por último, el hábito de sarga sobre el que ciñó el cíngulo con manos expertas. Tomó los guantes y el capillo y se dirigió a Santa Nonia.

A esas horas, los alrededores del pequeño templo eran un hervidero, un ir y venir de cofrades y devotos. Entre el enjambre de cabezas, los pasos intentaban colocarse en disposición de comenzar el cortejo. Al cabo, con destreza y sabiduría amasada a lo largo de muchas mañanas semanasanteras, los enlutados papones encarrilaron la procesión a lo largo del paseo de San Francisco. Recuperando su lugar, Gabriel escuchó los golpes de la horqueta sobre el varal y se echó el paso al hombro, emprendiendo la marcha al ronco son de los tambores. Un confuso aluvión de sentimientos embargaba al viejo bracero. Hasta él llegaba el dulzón y evocador aroma del incienso, el rítmico rasear de las suelas, el suave y quejumbroso crujir de las andas… Se alegró de que el capillo que cubría su rostro evitara la trascendencia de sus emociones. Tras transitar por las calles del Hospicio y del Escurial, la procesión desembocó en el primer punto “fuerte” de la jornada: la plaza del Grano. Fue entonces cuando volvió a verla: allí, a pie de acera, como cada año, se encontraba Luisa, la viuda de su hermano Valentín. Lo primero que sintió fue vergüenza; ella, al contrario que él, no había renegado de su sitio, no había emprendido una huida cobarde y despechada como la suya. El paso se detuvo para un breve descanso; entonces le vino a la memoria la entrañable escena, repetida cada año entre su hermano y Luisa cuando, llegados a este punto, Valentín procedía a descalzarse y entregaba los zapatos a su mujer, con la encomienda de custodiarlos hasta el final de la procesión, de nuevo en Santa Nonia. Fue un impulso repentino, irrefrenable: Gabriel se agachó, se desató los cordones y, acercándose a su cuñada, le entregó su calzado.

-Guárdamelos hasta Santa Nonia, Luisa- le susurró.

La mujer le miró entre sorprendida y emocionada. Lenta, silenciosamente, una lágrima surcó su rostro castigado, pero comprendió y no dijo nada, limitándose a asentir con la cabeza mientras asumía el encargo. Gabriel sintió la friura del adoquinado bajo sus pies, pero le pareció como si el paso se tornara más liviano a partir de ese momento; incluso acometió la abrupta Cuesta de las Carbajalas con renovados bríos, como descargada su conciencia de un peso negro e infinito que llevaba cinco años atormentándole.

El resto de la mañana representó para Gabriel una continua y emocionante reconciliación con las antañonas sensaciones de cada Viernes Santo: el solemne encuentro de la Dolorosa con San Juan en la Plaza Mayor , el bacalao del descanso en Santo Martino, el angosto discurrir del desfile pasional calle de la Rúa abajo, camino ya de la recogida en Santa Nonia…

Una vez culminada la procesión, se repartieron las flores del paso entre los braceros. Gabriel no tenía duda sobre quién iba a ser la destinataria del manojo que le había correspondido. Instantes más tarde lo cambiaba por un par de zapatos negros.

III

Dos días más tarde, la Pascua Florida reventaba en palomas blancas y volteo alborozado de campanas en la Plaza de Regla. No muy lejos de allí, en el corazón del viejo Barrio Húmedo, Ambrosio despegaba con cuidado de la pared el anuncio del dulce bebedizo y lo guardaba en un cajón, bajo el mostrador.

-Hasta el año que viene- concluyó el hostelero.

Acodado en la barra, Gabriel apuraba serenamente el último vaso de limonada.

-Esta vez sí, -repuso- hasta el año que viene.

Carlos García Valverde

“Un par de zapatos negros”: Originalmente publicado en el especial 10º aniversario de “La Guía de la Sebe” (2008). Posteriormente ha sido incluido en el libro recopilatorio de relatos leoneses “La hierba bajo la nieve”.

 

 

 

 

 

UN LEGADO DE MANTILLA

Era tan pequeña como mi hermano cuando comencé a interesarme en la Semana Santa , y tan vieja como él cuando cedí mi puesto a otra chica, no con más ganas, pero sí con más vida que ofrecer. Ahora, anciana y con la visión que dan los años, quiero revindicar el valor de todas aquellas que, como yo, han compartido el placer de acompañarle, el esfuerzo de seguirle y el tesón en no fallare: Las manolas.

Éramos pocas en una labor mayoritariamente de hombres, pero siempre estuvimos ahí. Nuestro papel, más discreto y reservado pero no menos sentido, nos llevaba a acompañar humildemente el suave avanzar del paso pujado por nuestro hombres, por su denuedo y coraje.

Recuerdo mis orígenes, a principios del siglo pasado, cuando veía a mi madre vestir a mi hermano de papón y envidiaba en silencio lo importante que le hacía sentir. El Señor iba a estar en la calle y él era uno de los que podía acompañarle. Por aquel entonces los papeles estaban muy bien diferenciados y tu sexo definía aquello que podías y no podías hacer. En casa era mi madre quien preparaba la limonada, y yo me afanaba en ayudarla. Quizás parezca un pequeño consuelo participar en una labor como esa, pero para mí significaba mucho poder colaborar en algo que formaba parte del ritual de la Semana Santa. Algo que podía hacer y de lo que podía sentirme orgullosa.

Cuando salíamos a la calle a ver las procesiones, se me encogía el corazón al ver avanzar los pasos y admiraba a todas aquellas personas que lo hacían posible. Pero mis ojos se paraban siempre en la figura femenina, recatada pero a la vez elegante y delicada, que ostentaba con orgullo el honor de seguir los pasos del Señor. La primera vez que vi a una manola pensé que se trataba de alguien importante, como todas aquellas personas a las que te enseñan a no mirar muy fijamente, pero mi madre me explicó la verdad.

-“No cariño, el honor de ese puesto nos corresponde a todas las mujeres que deseemos cubrirlo. Pero para poder hacerlo hay que ser digna de ello. Ser una mujer de pleno derecho que pueda acompañar al Señor vestida con sus mejores galas”.

Creo que desde ese momento deseé fervientemente hacerme mayor. Al fin tenía un objetivo claro con el que llenar ese vacío que sentía por dentro cuando la luna de Nisán llegaba al calendario. Y lo curioso es que hasta aquel mismo momento no había sido consciente de él.

Todavía debían pasar muchos años para que me convirtiera en una mujer, pero recuerdo con agrado una mañana de Jueves que supuso mi primer contacto real, en primera persona, con el Señor en la calle. Nos habían regalado un día de Junio precioso, y el Corpus estaba dispuesto para ser procesionado bajo el cielo de León. El traje de Primera Comunión picaba un poco y los zapatos me quedaban algo apretados, pero la emoción del momento hizo que, pronto, todo desapareciera. No sé explicar lo que sentí, no era algo religioso, o quizás sí. Me sentía el centro de atención, el objeto de todas aquellas miradas, que como antes la mía, ansiaban estar en la piel del que observaban. Todo pasó tan rápido y fue hace tanto tiempo que apenas puedo recordar más que sensaciones o destellos grabados a fuego en mi mente.

Pero este episodio temprano de mi niñez no apaciguó mis ansias de llegar a ser manola, más bien al contrario. Sirvió para que viera mi objetivo mucho más cerca, e ideara mil y una estratagemas para lograr adelantar la fecha en la que vistiera de mantilla. Fueron esos sueños adolescentes, que hacen correr la imaginación mucho más de lo que el cuerpo da de sí, desgarbado y en profundo cambio por aquel entonces.

Cada año veía los pasos más majestuosos, el exorno floral más impresionante y las manolas, menos inaccesibles. Por altura ya superaba a más de una, y si no fuera por la férrea disciplina a la que nos tenía acostumbrados mi madre, hacía tiempo que hubiera tratado de convencerla de que mis incipientes rasgos de madurez eran suficiente para salir en procesión dignamente. Aún tuve que aguardar varias primaveras envidiando en secreto a mi hermano. Disfrutando del relato de sus experiencias, de sus emociones; de la novedad que cada año suponía avanzar en la fila, pujar una bandera o apuntarse como suplente a un paso. Él no comprendía mis sentimientos, ni era capaz de suponer la avidez con la que absorbía sus palabras y las hacía mías.

Y por fin llegó el momento. La mayoría de los papones nacen con la túnica puesta y no saben lo que es prepararse para ese día. Es decir, cuando son conscientes de lo que hacen ya están inmersos bajo el manto maternal de la cofradía, con su cruz, su túnica, su labor. No tienen más que seguir el sendero en el que otros les han colocado. Pero nosotras somos conscientes desde el primer momento de lo que vamos a hacer, de qué función vamos a desempeñar y del traje que vamos a vestir.

Desde que cayeron los primeros copos del invierno ya estaba esperando la primavera. Rezando para que lloviera entonces todo lo que pudiera llover en la Semana Santa. Me probé docenas de chaquetas negras que hicieran juego con el bordado de la falda. La mantilla y el rosario me los había regalado mi abuela. Aún puedo ver esos húmedos y cariñosos ojos a través de los que advertía su orgullo y comprensión. Creo que entendía perfectamente por lo que estaba pasando. A veces echo de menos esos viejos tiempos en los que la familia estaba tan unida y en los que una abuela era capaz de conocer a su nieta casi tanto como su madre. Pero estoy divagando de nuevo.

La noche anterior al gran día apenas pude dormir, y a la mañana siguiente casi desespero a mi madre con mi inquieto comportamiento. Es curioso, pero son los detalles lo que recuerdo. El alfiler que no se sujetaba correctamente, los zapatos que misteriosamente habían encogido un par de tallas, el estómago lleno de mariposas. San Isidoro fue testigo de mi incorporación a la procesión y no puedo explicar lo que sentí entonces. Esa primera vez fue tan especial que de alguna forma marcó mi juventud. Quizás sustituyó a la puesta de largo que mi familia no pudo darme o a esa apertura de miras con la que las jovencitas de hoy en día parece que nacieron. Por primera vez fui consciente de quién era, pero al mismo tiempo entendí por qué la madurez es tan importante en nuestra labor. Sabía quién era el verdadero protagonista de la Semana Santa y el porqué de mi presencia allí.

Mi hermano me miraba de otra forma. Sabía que había cambiado, que había dado un paso en un feudo que creía de su propiedad. Incluso me intentó hacer de menos alguna vez. Todo porque no entendía lo que siente una verdadera manola por dentro. No es la ilusión de pertenecer a un grupo como uno más, o colaborar como hermano anónimo en nuestra valiosa tradición, sino ponerle una cara, tu propia cara, al deseo de todas las leonesas de acompañarle a Él, como las mujeres acompañaron al Señor en su calvario. No es sacrificio lo que representamos, es compañía, fidelidad, devoción, constancia. Nuestras facciones desnudas muestran nuestra confianza; el rosario, nuestra fe; y el porte, nuestra dignidad.

Muchos Viernes Santos siguieron a esta primera vez. Muchas ilusiones, experiencias y también desengaños. Quiero pensar que desde entonces he sido fiel a mis convicciones, y que al igual que en los demás aspectos de la vida, en éste, he podido ser ejemplo para generaciones venideras. El orgullo de ser manola es el reflejo de un alma radiante, convencida de los valores que nos enseñaron nuestros padres, e ilusionada de sentir la Semana Santa cada año.

Entiendo que no puedo pedir al tiempo que regrese a épocas pasadas, ni soy quién para decidir la bondad o maldad de las actuales, pero sí que puedo recordar con anhelo aquella época, con sus luces y sus sombras, en la que me enseñaron a ser manola, a ser mujer, y a ser leonesa.

 

Carlos Montero

 

Relato presentado al VI Concurso de relatos de la semana santa de la ciudad de León “Luis Pastrana” celebrado en el año 2008

 

 

 

 

EL ESPIRITU DE LA SEMANA SANTA

León, de nuevo mi León se alza solemne, sobrecogedor… Hace tiempo que ya no me hago preguntas, sólo respiro su aroma, siento sus calles y sigo esa esquila, ese clarín y ese tambor destemplado que nos convoca. Poco a poco todo se va dibujando ante mí. Sus esquinas, sus parques… y su gente. Papones enlutados surgen por doquier, con la mirada fija, paso raudo y un aura de ilusión que los envuelve. No se si todos ven lo mismo que yo o han sentido renacer León de la misma forma. O quizás sea yo el que ha renacido. El silencio de la noche leonesa se rasga con cada redoble, con cada tañido, con cada son del clarín y cada llamada al deber. Con qué gusto la recibo cada vez que viene a mí y despierta mis sentidos.

Al final de la avenida se vislumbran los pasos en la calle. La comitiva se está formando y los sentimientos hierven de emoción según se acerca el momento. Vuelvo a notar ese hormigueo en la piel, el castañeteo de los dientes, la mano confortable de aquel papón que me anima… Todo parece inmenso desde mi pequeña estatura hasta que Él aparece. Puede cambiar de trono y de túnica, puede vestir más o menos adornos, pero es su mirada la que te eleva a su altura y hace que te dejes de sentir pequeño.

Me veo con esa túnica que vistió en su día mi hermano siguiendo la fila de cruces, notando cada uno de los golpes del bombo que me hacen vibrar por dentro, sobre todo cuando nos alcanza la banda. Mi primo está en esa banda, pienso con orgullo. O estaba, puesto que el tiempo en Semana Santa sólo es cuestión de perspectiva, o de estaciones, o de recuerdos…

Voy avanzado por la fila, ya soy el primero de todos ellos. Al dobladillo de mi túnica no le queda más tela y mi cruz muestra las marcas de más de una riña infantil con mis amigos. Esta vez estoy deseando llegar al Encuentro porque me han prometido el puesto de bandera. No soy capaz de ver nada porque hay demasiada gente en la plaza pero entonces llega mi tío y me lleva de la mano hasta las primeras filas. Qué bonita está la Virgen y qué bien suena esa marcha. Siempre que pienso en Semana Santa oigo dentro de mí los sones que ahora me envuelven.

La bandera pesa un poco, pero qué contento me siento cuando me la entregan. Se que nadie puede verme porque el capillo me hace ser uno más, pero noto la mirada de León puesta en mí y no puedo defraudarle. Trato de seguir el paso marcado por la banda. No siempre puedo pero lo intento. Detrás de mí, un paso enorme se mece por el esfuerzo de sus braceros, y el pueblo lo mira embelesado. De nuevo me pregunto si todos ven lo mismo que yo. Creo que no. Incluso yo mismo me he sorprendido con percepciones distintas en función del lugar, el momento, y los años. La pasión se mezcla con la tradición, la ilusión, la pena, la esperanza…

Toque de oración. La comitiva avanza por el barrio húmedo dejando atrás la plaza con sus casas engalanadas vestidas de negro. Me encuentro entre los hermanos a los que tanto admiro por llevar el son procesional. Soy uno de ellos. No soy consciente de cuánto tiempo ha pasado. No me acuerdo de los desvelos sufridos al amparo de una partitura, ni de las tardes empleadas en coordinarme con todos ellos, ni de los sinsabores fruto del contraste de ideales. Todo ha sido eclipsado por este momento, por sentirme partícipe de algo tan grande como no hubiera podido imaginarme nunca. El eco de los sonidos devuelto por las angostas calles que desembocan en la plaza, anuncian la proximidad de la dama de las catedrales. Testigo muda y orgullosa, la pulchra leonina nos observa a todos desde sus inalcanzables torres. La gente se arrima al paso de la procesión, cobijada bajo su impresionante sombra, y admira el sobrecogedor espectáculo.

Es quizás el momento en el que más alto vuela mi espíritu. Mi música se hace una con el hálito de la gente y alcanza el vuelo de las cigüeñas, cada vez más frecuentes en esta época del año. Algo dentro de mí se rompe en ese sólo de corneta y renace con la fuerza de los tambores.

Recuerdo a mi padre hablándome de los antiguos conventos de la ciudad de León. Aquellos por los cuales las cofradías diseñaban sus itinerarios con la intención de que la clausura no fuera óbice para poder asistir a la representación de la Pasión de Cristo. Nuestra música suena más suave ahora que nos acercamos al hospital, aunque siempre creo que si fuera yo el que estuviera dentro desearía escucharla con toda su fuerza.

Nos acercamos al descanso y sonrío pensando en el desayuno, en la reunión con los amigos y la familia en ese bar de siempre, y en el orgullo que representa haber llegado hasta allí. Nada más encerrar los pasos, las calles se llenan de revoloteos de túnicas, risas, bullicio… El pincho de tortilla y la limonada me saben a gloria, aunque ya faltan algunas caras que se echan de menos.

Hace más calor y el frío de la madrugada parece que queda tan lejos como aquellos años de niño siguiendo las filas de cruces. La procesión ha retomado su rumbo y estoy cerca del Señor. Nadie camina a tu lado. No veo capa ni manto en tu cuerpo lacerado. No veo palmas ni olivos de esos ilusionados que te agasajaban tanto. Solo el sentir dolorido. Solo tu Madero Santo.

Avanzo detrás del paso, codo con codo con aquellos hermanos que al igual que yo ansían arrimar el hombro. Debe ser grandioso poder sentir su peso, su lento vaivén. Miro esperanzado a los ojos de todo aquel que, saliendo del paso, se acerca a nuestro grupo buscando un relevo, alguien a quien ofrecer una tiradina. Mi elevada estatura hace difícil mi elección pero no pierdo la ilusión. De alguna forma sé que acabaré compartiendo la puja con todos ellos.

León se reúne en la calle. Todos se afanan por conseguir la mejor posición desde la que contemplar la comitiva que avanza despacio, tirada a tirada, respetando el esfuerzo de los braceros. Ahora sé lo que es notar el hombro macerado, que su peso te haga apretar los dientes y rezar para poder completar la siguiente tirada. Pero entonces abro los ojos y veo a esa ancianita que me está mirando. No es a mí. Es a Él, a lo que representa. Sus lágrimas contrastan con la felicidad que muestra esa niña que ofrece su pequeña manita a los papones de fila. Una pareja mira impresionada la curva que estamos tomando mientras un hombre de serio semblante hace callar a dos jóvenes que discuten sobre el nuevo estandarte del paso. Una cara conocida observa nuestros zapatos con el fin de identificarme. Todos ellos, con sus penas y alegrías, con sus esperanzas e ilusiones hacen posible que la procesión salga año tras año. Son el motivo último por el que estoy aquí. A ellos me debo y no puedo fallarles, no puedo fallar a León.

La barra se clava a través de la almohadilla y cimbrea cada vez que elevamos el paso cuando el hermano mayor da los tres toques de rigor. –¡Toca hermano!-. Llevamos más de la mitad del recorrido y los años no pasan en balde. Es la tercera vez que voy a buscar a un suplente, y lo que antaño era un favor que hacía con gusto a los jóvenes papones para que disfrutaran con la puja, se vuelve una necesidad cada vez más frecuente.

El tiempo pasado me ha ido llenando de experiencia y es hora de que devuelva a la cofradía parte de lo que me ha dado. Camino al lado del paso. La vara plateada en la que me apoyo merece mi más sincero respeto por todos aquellos que la han llevado antes que yo. La perspectiva ha cambiado pero la responsabilidad que siento sobre mí es la misma. El esfuerzo físico y la destreza de la juventud han sido sustituidos por la capacidad de organización y la soledad en las decisiones difíciles.

Al final de la avenida vislumbro de nuevo el principio y final de nuestro viaje. La esquila, el clarín y el tambor, que en su momento abrieron la procesión, ahora también la cierran. Siento en mí el desgaste de la marcha, el paso del tiempo. Mis envejecidas piernas aguantan con estoicismo la tirada final, y la música, siempre la música, me lleva en volandas los últimos metros. León empieza a desdibujarse ante mí, o quizás soy yo el que desaparece. No siento miedo, ni curiosidad siquiera, porque se que cuando llegue otra vez el momento, León me reclamará y yo responderé ilusionado.

Carlos Montero

Segundo premio en el V Concurso de Relatos de Semana Santa “Luís Pastrana” de La Venatoria

 

 

NOTA DE DESPEDIDA

(mensaje hallado a los pies de un judío ahorcado en el paraje conocido como “Campo de sangre”):

 

Todo ha terminado, y sólo he de culminar la villanía con mi propio fin. No soporto este martirio, elegido por mí. Qué me queda, pues…

Era tan grande, bueno, sabio… desprendía tanto amor…

Pero tan perfecto, tan violento cuando de defender la Justicia se trataba. Esa mirada, dulce tantas veces, te obligaba a apartar la vista cuando notabas cómo veía cada uno de tus pensamientos.

¿Por qué a mí? Tenía muchos entre los cuales escoger a sus seguidores. Pero me escogió junto a los otros… para después despreciarme. Para humillarme dando preferencia a Juan, a Pedro, a Santiago. ¡Incluso se atrevió a tratar con las mujeres, algunas de ellas infames prostitutas!…

¿Por qué, entonces, me escogió?

Al principio todo iba bien. Nos enseñaba cosas extrañas, que yo no entendía. Tenía que compartir los alimentos, el camastro, el camino, la amistad… con gente como Mateo, un recaudador. No debíamos despreciar a los odiados romanos. Me obligó a superar la repugnancia que me provocaban los leprosos, las mujeres públicas. Incluso llegué a tocarles. Todo por Él. Pero era el más grande, seguido por verdaderas muchedumbres. Y yo era de los privilegiados, tan cerca de su persona. Cuando llegase el momento, sería uno de los protagonistas, y compartiría una parte grande del poder que estaba ya cercano. Por lo pronto, me había nombrado tesorero, custodio del dinero destinado a los menesterosos.

Era el enviado, y como tal nos iba a liberar del yugo. Como Rey que se proclamaba, nos anunciaba que la hora era cercana. Así, mi sueño cada vez se hacía más presente, y por fin llegaría el día en que podría aplastar a quienes sojuzgaban a mi pueblo. Yo estaba presto a empuñar las armas, y el Reino sería nuestro. Pero nos mintió.

Nos mintió a todos, pero nadie supo verlo. Sólo yo sabía que era imposible. ¿Dónde estaban las armas? Se enfrentaba, en cambio, a los sacerdotes. Curaba enfermos en sábado. Nos decía tonterías de poner la otra mejilla ¡a un romano! Nos estaba engañando. Y sólo yo me daba cuenta…

Empezó a despreciarme, y notaba que la envidia empezaba a corroerme. No soportaba a Juan, siempre a su lado. La Magdalena, una mujer, hablándole como un igual. Y tantas cosas. Nunca sería el dinero para los pobres; no mientras estuviese a mi cuidado… Un fuego interior me consumía. Un odio, un desprecio por el traidor que nos embaucó con mentiras…

Sólo deseaba su muerte, su aniquilación, su total humillación, su final…

Y únicamente los sumos sacerdotes podían darme satisfacción. La entrevista fue breve: dadme una recompensa y os entrego a Jesús. Se miraban asombrados y la codicia brillaba en sus ojos. «¿Treinta monedas es precio suficiente?». En realidad, cualquier precio hubiese servido. Su destrucción total era suficiente pago para mí.

Fui a la cena, como uno más. Su sola presencia me retorcía las entrañas, haciendo imposible disimular mi odio. A su lado, una vez más, Juan, infantil e incauto. Todos crédulos ante las lecciones del farsante. Y entonces sucedió…

Me miró. Me miró con esa expresión indefinible. Entonces supe que lo sabía. Y, a continuación, predijo su fin, la traición, el suplicio… Me miró de nuevo, y con voz grave me habló: “lo que has de hacer, hazlo pronto”. De súbito comprendí y, ante la mirada atónita de los once, me fui.

Después vino lo del beso. Un gesto, en el fondo, trivial después de lo que había hecho. Aún no comprendo el porqué, pero el beso marcó de forma indeleble una señal a fuego en mi alma, ya entonces perdida. Fui plenamente consciente de la dimensión de mis actos. Y de la verdadera talla del maestro. Lo que pasó después es de sobra sabido.

Ante las evidencias, el fuego que me consumía de odio se transformó en arrepentimiento. Y comprendí que no me quedaba nada por hacer. Busqué desesperadamente, en mi interior, algo que justificase seguir viviendo. Pero sólo escuchaba la jauría que lanzaba saetas envenenadas contra Jesús, pidiendo su muerte. Presentía el sufrimiento, la Pasión, la Agonía…

Fue mi ruina. Sólo me quedaba encontrar el instrumento que pusiese fin a mi propia pasión. Una sencilla cuerda alrededor de mi cuello, en un lugar apartado, donde nadie pudiese verme. Donde nadie pudiese contemplar al más miserable de los hombres.

El procedimiento es sencillo: un extremo atado al árbol, el otro a mi cuello… y el valor para saltar. Espero que no me falte, pues mi cobardía ya no puede ser más grande.

A quien lea esta despedida, sólo decirle: me equivoqué, fui un miserable, y vendí al Maestro, el Mesías verdadero, al que descubrí demasiado tarde. Mi fin es decisión mía, y de nadie más. No busquen culpables. Yo soy quien ha perpetrado mi muerte de forma voluntaria. Ruego a Dios me perdone:

Judas, apodado el Iscariote.

 

Manuel Villa López