La Semana Santa que se fue

A la Semana Santa le está pasando y esa es la razón de nuestra nostalgia.
La duda inquietante es hasta dónde alcanzará la cuesta abajo y, sobre todo, cuándo acabará.
Porque algún día acabará
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Cuando, marchito el azahar, su aroma se desvanece y el aire vuelve a ser el aire de una ciudad cualquiera, se apodera de nosotros el mismo sentimiento de melancolía que nos deja la marcha de un ser querido; ese vacío de tristeza que sólo es capaz de llenar la añoranza. Quizá por eso florezcan ahora las jacarancas, con su azul violáceo que tanto recuerda al morado litúrgico del luto cuaresmal. Pero no es sólo que ya no huela a azahar, es, sobre todo, que ha pasado la Semana Santa.
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Una semana que nos llevamos todo un año esperando, soñando, anhelando; una semana que nos hace abrigar ilusiones y miedos, nos afana en sus preparativos y hace que nuestra alma se recree expectante en sus vísperas. Una semana que llega lenta, con despaciosa solemnidad, como haciéndose de rogar; una semana que aspiramos a vivir intensamente, apurando hasta el final cada uno de sus segundos, pero una semana que pasa fugaz como una brisa y, casi sin que nos demos cuenta, se va, dejando tras ella el rastro marchito de las flores del azahar.
Y, un año más, se ha ido. Se fue. Todos los años, cuando la Semana Santa termina experimentamos dos formas diferentes de nostalgia.

Una viene provocada por el hecho inmediato de haber acabado lo que tanto tiempo estuvimos esperando; es esa nostalgia que produce ver alejarse el paso de la Soledad.

Sí, es la misma nostalgia de siempre.

Las calles por el que los coches vuelven a pasar; el desmontaje de las imágenes devueltas a sus altares como si nada hubiera pasado. Una nostalgia dolorosa, pero que rápidamente se cura cuando, apenas unas semanas después, se empieza a pensar en la próxima Semana Santa y en el bar de siempre nos ponemos a arreglar la del año que viene.

Hay, sin embargo, otra nostalgia, acaso más dolorosa y difícil de superar. Una nostalgia que no provoca nada concreto, sino todo lo contrario, pues viene causada por cosas que no se ven. O sí se ven, pero no son las cosas que se quisieran ver.

Es esa nostalgia que produce comprobar que la Semana Santa que pasó no era la que se esperaba. La dolorosa nostalgia de comprobar que esta Semana Santa que se acaba de ir, como la anterior y la anterior de la anterior, ya no es nuestra Semana Santa, sino otra distinta con la que cuesta identificarse. Y esta nostalgia duele más.

Duele por la decepción de una ilusión quebrada y por el sentimiento de desarraigo, de extrañamiento en tu propia intimidad y, en última instancia, de pérdida irreparable que experimentamos al comprobar que algo que tanto amamos está dejando de ser lo que aquello que un día ya lejano, cuando éramos niños, nos enamoró.

Por eso, a diferencia de la anterior, esta nostalgia no tiene cura.

Una nostalgia que cada vez sentimos más personas.

Es cierto que la Semana Santa no ha dejado nunca de evolucionar, de transformarse, y ello ha sido causa de que en casi todas las generaciones haya habido quienes expresaran este mismo tipo de lamentos u otros parecidos.

La Semana Santa ya no es la que era. Y era verdad, pero seguía viva.

El problema es que ahora no se trata de simple evolución, de cambios. Hemos asistido a muchos en los últimos lustros y no ha pasado nada. Lo que a diferencia de otras veces ahora se percibe se llama decadencia, degradación, amaneramiento, formas relamidas, cursilería, impostura y, en última y dramática instancia, mentira.

He ahí la razón de una nostalgia plenamente justificada.

Todo parece haberse degradado, reducido, para convertirse en un mero espectáculo, cada vez más aburrido, a mayor gloria de sus organizadores, braceros, músicos, aficionados a las artes decorativas y figurones de medio pelo.

¿Quién es el culpable? Hay muchos.

Por supuesto que los periodistas –y quien esto firma, el primero- también lo somos en gran medida, porque hemos contribuido de forma notable a esta degradación poniendo a veces el foco en cosas que tal vez no lo merecieran, desenfocando con ello la realidad, deformando la verdad de las cosas.

También es cierto que este tipo de procesos suelen darse cada vez que un acontecimiento alcanza el cenit de su apogeo.

Luego, inevitablemente, llega la decadencia.

A la Semana Santa le está pasando y esa es la razón de nuestra nostalgia.

La duda inquietante es hasta dónde alcanzará la cuesta abajo y, sobre todo, cuándo acabará.

Porque algún día acabará.

También en esto las cosas tienen sus procesos y, detrás de cada crisis suele haber un resurgir.

Nos queda pues la esperanza, claro, pero nos urge el calendario y nos quema la duda de si llegaremos a tiempo para contemplar alguna vez el regreso, depurada, sencilla y regresada a su verdad, de aquella Semana Santa que una vez, hace mucho, cuando éramos niños, aprendimos a amar.

Por JUAN MIGUEL VEGA,
Extraido de Pasión en Sevilla.