Citius, altius, fortius: pujando bajo la lluvia

Érase una vez un viejo Reino cuyos habitantes eran industriosos, nobles, orgullosos y cabezotas. Tanto, que les costaba horrores dar el brazo a torcer o hacerles desistir de sus propósitos, así que sus vecinos del este comenzaron a llamarlos «cazurros». Y hasta de ese sobrenombre se sintieron orgullosos.

Pasaron los años, los siglos, y en el viejo Reino las cosas seguían igual. Bueno, igual no. Algo había cambiado. Con el paso del tiempo su cabezonería se había convertido en crónica y estaba ya marcada a fuego en el ADN de sus habitantes.

Continuaban siendo muy amantes de sus tradiciones. En Navidad y otras fiestas florecían ramos por todas partes; en efemérides señaladas (y hasta en competiciones deportivas de renombre) se alzaban pendones majestuosos y en determinadas fiestas y Semana Santa (sobre todo en Semana Santa, pero ya no era menester esperar hasta tal fecha, pues casi cualquier ocasión era una buena excusa) sacaban sus procesiones a la calle.

Paseaban la fe, decían. Una fe cada vez más desvaída, ensombrecida por la profusión exagerada de oropeles, flores, hortalizas, gentío, ruido, aplausos, globeros y demostraciones de poderío. El digno acto de «pasear la fe» se parecía cada vez más a una competición en la que se ponían a prueba la fuerza y resistencia de los braceros para levantar aquellas moles, la capacidad de incorporar más pasos a aquellas entrañables procesiones de antaño y la inventiva para llenar de más y más elementos los que ya procesionaban.

Era, por así decirlo, una competición de «a ver quién la tiene más larga» (la procesión, entiéndase).

Y ello, inevitablemente, desembocó en «a ver quién los tiene mejor puestos». Y hete aquí que aquella demostración de poderío se convertía además en un deporte de riesgo cuando el ADN cazurro salía a relucir en todo su esplendor en las ocasiones en que había que plantar cara a la climatología. Como decían sus vecinos (esta vez los del oeste), «Se chove… que chova!». E chovía. E moito. «Bah, son cuatro gotinas de nada». Y se salía.

Y así, los atónitos habitantes del viejo Reino vieron lo que jamás creyeron llegar a tener ante sus ojos: una suerte de olimpiada acuática papona. La calles se tornaron en una especie de parque temático y fueron escenario de mojaduras extremas, descenso de aguas bravas en la Plaza del Grano, de aguas mansas en la Calle Ancha, esquí acuático en Fernández Cadórniga… Hasta las integrantes de la única cofradía femenina de la capital del Reino, que celebraban su 25º aniversario, se marcaron una pieza de natación sincronizada en la calle Santa Cruz (eso sí: de ejecución impecable). Tallas chorreando, mantillas goteando, camisas blancas teñidas del color de la sarga que las cubría, flores vencidas por el peso del agua, guiones con impermeable, ¡¡consiliarios con paraguas!! Todo ello, por supuesto con el riesgo añadido de resbalones, tropezones, caídas y la posibilidad de subir al podio de tan ridícula olimpiada tras haber conseguido completar ese «paseo de la fe» con un hueso roto o una pulmonía. Citius, altius, fortius…

«¿Hasta cuándo?», se preguntaban año tras año los nobles habitantes del viejo Reino tras asistir boquiabiertos e impotentes a tal bochornoso espectáculo.

¿Hasta cuándo?, nos preguntamos nosotros. ¿Quiénes son los responsables de tamaño desatino? ¿Quiénes los de hallar una solución? Quien deba tomar medidas, que las tome.